La
botánica fue, sin lugar a dudas, la ciencia de moda durante la Ilustración: era
objeto de interés de personas ociosas, de farmacéuticos, médicos e
instituciones: cátedras, academias y, evidentemente, los jardines se ocuparon
de reconocer, estudiar, catalogar y difundir el enorme y desconocido patrimonio
botánico que se encontraba en suelo español.
Como
consecuencia, aparecieron por todo el territorio nacional jardines para el
cultivo, desarrollo y estudio de muchas especies vegetales de interés
científico per se, terapéutico o
agrícola; y esto no significaba más que se mantenían las orientaciones clásicas
de esta disciplina, cuyos más egregios representantes se encontraban en
personalidades como Plinio, Dioscórides y Teofrasto respectivamente. Además, el
que fuera primer catedrático de Botánica en el Jardín Botánico de Madrid,
Casimiro Gómez Ortega (1741-1810),
escribía en 1779 en defensa de estas instituciones científicas: “Permítaseme a
este propósito hacer de paso en obsequio de la botánica, y de la verdad, una
reflexión no inoportuna en desengaño y convencimiento de los que por
malignidad, o falta de instrucción miran con desafecto los Jardines Botánicos,
de que no debiera carecer ninguna Universidad, ni pueblo principal de España”.
En
España se crean jardines de plantas en Madrid, Cádiz, Valencia, Barcelona,
Zaragoza, Cartagena, Tenerife, Sanlúcar de Barrameda, México, Manila, etc. y
con el tiempo se fueron viendo los resultados que, referidos al Jardín Botánico
madrileño, exponía el naturalista gallego José Cornide y Saavedra (1734-1803)
de la siguiente manera: “semillero de tantos jóvenes como se han dedicado a la
botánica, y que recorriendo los países le han enriquecido con numerosas y
exquisitas plantas aún no conocidas en Europa”.
La
formación botánica de muchos expedicionarios científicos (José Antonio Pavón,
Hipólito Ruiz, Vicente Cervantes, etc.) estuvo ligada al más importante de los
jardines españoles: el Jardín Botánico de Madrid.
El
centro madrileño se convierte en un lugar donde se enseña la ciencia de las
plantas y donde se estudia la flora americana, respondiendo a la doble función
docente e investigadora. En este sentido se cumplían los fines utilitarios
propugnados por Campomanes en 1762 en sus Reflexiones
sobre el comercio español a Indias: “sin los conocimientos botánicos no se
puede adelantar en el comercio”; “la utilidad que la historia natural y la
botánica de España sacarían de hacer trasplantar los árboles y plantas
referidas al Jardín Botánico del Rey
y a los Jardines Reales”; “es cierto que muchas plantas o árboles trasladados
de un país a otro podrán perder mucho de su actividad o, acaso, adquirirla
igual o mayor. Lo que será siempre seguro es que el conocimiento de estos
vegetales se extenderá, y hará familiar a los Curiosos y Profesores que acudan
al Jardín Botánico”.
Básicamente,
tres eran las etapas en las que se iban a desarrollar las expediciones
científicas españolas: en primer lugar, se trataba de recolectar e inventariar
los recursos naturales de las tierras de allende el Atlántico; después,
mediante una paciente labor de gabinete, había que identificar las diferentes
especies; por último, se hacía necesario publicar los resultados de tan
ambicioso proyecto. Sin embargo, los enormes esfuerzos científicos de los
expedicionarios no consiguieron los frutos apetecidos ya que gran parte de las
noticias sobre el material recogido en el Nuevo Mundo permaneció sin publicar,
o vio la luz después de que botánicos extranjeros (Bentham, Kunth, Steudel y
principalmente De Candolle) se adueñaran de la paternidad de muchas especies.
No obstante, las expediciones colaboraron, en gran medida, a la reforma de la
estructura colonial. Gracias a ellas se introdujeron los estudios de botánica
en los centros docentes americanos y se formaron buenos científicos en esta
disciplina, que continuaron en América la labor de los expedicionarios.
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