Soldado del espíritu, el investigador defiende a su patria con el microscopio, la balanza, la retorta o el telescopio (Santiago Ramón y Cajal)

02 mayo, 2024

La naturaleza en la España de entre siglos

 

En la España de finales del siglo XIX se atisban nuevas formas de acercarse a la naturaleza que empiezan a dejar huella en las primeras décadas del siguiente siglo. Había algunos grupos de intelectuales, principalmente en el ámbito científico, aunque también entre aficionados a la naturaleza, que muestran un interés muy espacial por ella.

El romanticismo, que tanto había influido en esta absorción de lo natural en el resto de Europa, empieza a dejar señales en nuestro país, y así, escritores de la generación del 98 como José Martínez Ruiz (1873-1967), Azorín, ya en 1923 se dan cuenta de esta situación que interpretan perfectamente y así, en un precioso libro titulado El paisaje de España visto por los españoles, escribe: “El sentimiento amoroso hacia la Naturaleza es cosa del siglo XIX. Ha nacido con el romanticismo poco a poco; gracias a la ciencia, a los adelantamientos de la industria, a la facilidad de las comunicaciones, el hombre ha ido desconociéndose a sí mismo”. 

Otro intelectual, Miguel de Unamuno (1864-1936), escribe Por tierras de Portugal y España se acerca a la naturaleza sin condiciones: “Sí, en tratándose de la naturaleza me gusta toda, lo mismo la salvaje y suelta que la doméstica y enjaulada, aunque prefiero aquella”.

Y es que este despertar en España por la naturaleza tiene como consecuencia la aparición de facetas culturales que acercan a los hombres a las montañas especialmente y de esta forma surge una nueva clase de ocio: el excursionismo y el montañismo.

Esta afición por conocer la montaña tiene en Madrid un centro de referencia fundamental, la Institución Libre de Enseñanza (ILE), en la que además de un interés estético por el paisaje se aprecia otro de carácter científico en el que participan los más eminentes naturalistas de la época. En cualquier caso, y en relación con la ILE, a pesar de lo que se ha escrito por los hagiógrafos de Francisco Giner de los Ríos (1839-1915)  refiriéndose a la sierra madrileña, éste no fue el descubridor del Guadarrama ya que varios científicos tan importantes en la España de finales del siglo XIX como Mariano de la Paz Graells (1809-1898), Laureano Pérez Arcas (1824-1894), Vicente Cutanda y Jarauta (1804-1866) y Casiano del Prado (1797-1866) habían dirigido su vista a la montaña madrileña muchos años antes y fueron los naturalistas los que “descubrieron” el Guadarrama a Giner, bien es cierto que este dio una versión más moderna del excursionismo serrano. 

Paisaje en el Valle del Lozoya

No obstante, ya había en España una vertiente institucional en la Associació Catalanista d’Excursions Científiques, que se había fundado en 1876, esto es, diez años antes de que se constituyera en el seno de la ILE la Sociedad para el Estudio del Guadarrama con un afán mucho más global: participar en la “investigación de esta Sierra y su población bajo todos los aspectos, sin excluir por eso ninguno de los trabajos de esta índole que con tal carácter pueda hacer en otras comarcas, encaminados siempre al más perfecto conocimiento de nuestra patria”.

El cambio de mentalidad ante la naturaleza y la mirada a lo que se hacía más allá de nuestras latitudes desembocó necesariamente en las políticas conservacionistas que en España se iniciaron en la segunda década del siglo.

 Probablemente el año 1872 se puede considerar el del inicio de la política proteccionista del mundo natural en la historia moderna. Ese año, los EEUU comenzaron su actividad conservacionista con la declaración de Parque Nacional al de Yellowstone. En 1909 Suecia fue el primer país de Europa en hacer parques nacionales y muy pronto, en 1918, se crearon en España los de la Montaña de Covadonga (hoy denominado Parque Nacional Picos de Europa) y el del Valle de Ordesa (en la actualidad es conocido como Parque Nacional Ordesa y Monte Perdido), en Asturias y Aragón respectivamente. Dos años antes, en 1916, en nuestro país se había promulgado una Ley de Parques Nacionales que fue una de las primeras del mundo dedicada específicamente a esta figura conservacionista.

El que fuera Marqués de Villaviciosa, Pedro Pidal y Bernaldo de Quirós (1870-1941), senador y miembro de una estirpe política muy significada, impulsó con otros miembros de la aristocracia y con el apoyo del rey Alfonso XIII la creación en 1905 de reservas o Cotos Reales con el fin de proteger los rebecos de los Picos de Europa y las cabras montesas de Gredos. Este aristócrata era un alpinista importante que, por ejemplo, en 1904 había participado en la primera ascensión al Naranjo de Bulnes. Después, en 1916, Pedro Pidal promulgó la Ley de Parques Nacionales por la que el Estado español deseaba proteger determinadas zonas de su territorio, esto es, se obligaba a “respetar y hacer que se respete la belleza natural de sus paisajes, la riqueza de su flora y de su fauna y las particularidades geológicas e hidrológicas que encierren”. Era una ley por la que los nuevos parques debían almacenar “los esplendores de la Naturaleza”, porque ellos eran un “aliento de vida, de potencialidad, de exuberancia, de energías”. 

En España, cuando el conservacionismo y la moderna concepción de la geografía y de otras disciplinas que guardan una estrecha relación con la ecología se encuentran alejadas de la mayor parte de los quehaceres científicos, destacan cinco hombres fundamentales en la ciencia española,  cinco figuras de lo que fueron los primeros albores del conservacionismo moderno en España, de una forma de acercarse a la naturaleza muy alejada de los cánones decimonónicos y de la introducción y divulgación  de nuevas disciplinas científicas relacionadas con el entorno.

Eduardo Hernández Pacheco y Estevan (1872-1965), madrileño pionero de la política conservacionista española. Este catedrático de Geología fue el principal responsable de las nuevas figuras de conservación y así, en 1927 creó el Sitio Natural de Interés Nacional, y en 1930 el Monumento Natural de Interés Nacional transformada después en la de Monumento Natural.

Juan Dantín Cereceda (1881-1943) fue uno de los geógrafos más importantes del siglo XX. Este madrileño, discípulo y colaborador de Hernández Pacheco fue autor de una obra que apareció en 1912, cuando ejercía de catedrático en el Instituto de Guadalajara, que constituyó una forma global de entender la geografía física de España: Resumen fisiográfico de la Península Ibérica.

El gerundense, de Figueras, Juan Carandell Pericay (1893-1937), geólogo del paisaje y catedrático de Instituto en Andalucía, ha sido definido de la siguiente manera: “geólogo, geomorfólogo, geógrafo, naturalista, ansioso de paisaje, lector culto y humanista, admirador de los grandes viajeros, excursionista y viajero…”.

Eduardo de los Reyes Prósper (1860-1921), el botánico de las estepas. Este valenciano  forma parte de una generación que representó el resurgir de los estudios botánicos en España —junto con Blas Lázaro e Ibiza, Pío Font Quer, Romualdo González Fragoso, etc. — y destacó entre los botánicos de su tiempo por tratar problemas de geobotánica. Escribió dos obras claves a la hora de entender y comprender los espacios secos como integradores de la naturaleza y la sociedad: Las carofitas de España  y Las estepas de España y su vegetación. 

Emilio Huguet del Villar (1871-1951) nació en la localidad barcelonesa de Granollers y fue un pionero de los estudios geobotánicos y edafológicos en España. Se quejaba de que en España esta disciplina no interesaba y deseaba su aplicación práctica; afirmaba que “la Geobotánica, además de ser, como ciencia especulativa, un alto fin en sí misma, tiene gran trascendencia económica, pues debiera ser la base de toda la política agrícola, ganadera y forestal”. En 1925, publicó una de sus obras más importantes: Avance geobotánico sobre la pretendida estepa central de España.

 

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