Al acercarnos a los textos que tratan de asuntos científicos de hace más de cuatrocientos años tenemos que hacerlo cambiando nuestra mentalidad de una manera extraordinaria. Las obras de hoy no guardan ningún parangón, ni en cantidad ni en calidad, con los textos científicos de los siglos XVI y XVII. En nuestro siglo, la ciencia tiene unas maneras de difundir sus conocimientos que no tienen parecido alguno con el de las centurias citadas, nuestra ciencia no tiene adornos.
En una obra de ciencia escrita en la
actualidad no encontraremos más que un lenguaje científico preciso y riguroso.
En muchas obras de medicina del siglo XVI, la ciencia se explica en forma de
diálogo entre personajes y no es raro que aparezcan muchos e interesantes datos
de historia natural o de historiografía científica; los conocimientos de
navegación en el tiempo de los primeros Austrias aparecen en los libros
asociados a los saberes geográficos; no es infrecuente encontrar, hasta épocas
relativamente recientes, científicos que se preocupan de muchas facetas
diferentes del conocimiento, algo muy alejado de lo que ocurre en la
actualidad; no es raro, por lo menos en los siglos XVI y XVII, que los
manuscritos sean vehículos científicos, algo disparatado hoy día.Valle del Jerte
En modo alguno podemos encontrar
características semejantes a las apuntadas en la literatura científica del
siglo XXI y, sin embargo, es casi una constante, en mayor o menor grado, en los
textos de este tipo que se publican en los siglos XVI y XVII. Filósofos,
santos, guerreros, héroes mitológicos, emperadores, etc. son parte de una
extensa relación de personajes que forman parte de muchos de los textos
científicos de esos siglos.
Pondré un ejemplo con la obra del médico del siglo XVI, Luis de Toro, nacido en la localidad cacereña de Plasencia y conocido como el “médico del tabardillo”. Y es que la obra que ha inmortalizado al placentino es de 1574 y es un tratado sobre la “fiebre punticular”, término con el que conocemos hoy el tifus exantemático, además de punticular, pulicaris (de las pulgas), lenticularis (de la lenteja), pulgón, tabardillo, tabardete y pintas. La obra está escrita en latín y tiene el siguiente título: De la fiebre epidémica y nueva, en latín punticular, vulgarmente tabardillo y pintas. Su naturaleza, conocimiento y medicación.
El conocimiento médico de Luis de Toro
no es independiente de otros saberes. En su obra se imbrican perfectamente
pasajes sobre la fiebre punticular y aspectos literarios, geográficos,
religiosos, mitológicos, etc. La religiosidad del placentino se manifiesta en
su obra científica; ¿se imagina el lector que en un libro sobre SIDA, malaria,
o cualquiera otra enfermedad contagiosa alguien hiciera referencias
extracientíficas? Pues Toro, escribiendo como lo hace sobre el tifus
exantemático se expresa con algún párrafo cercano al misticismo: “Yo, en
verdad, cuantas veces contemplo la causa del cuerpo humano, la sustancia, el
nexo, las acciones, el orden, el gobierno, la figura, las cavidades, el asiento
y otras innumerables cosas de él, poco me falta para no ser arrebatado en amor
de aquel soberano Dios que gobierna e impera en la naturaleza.”
El hecho de que el texto del extremeño
sea un libro escrito en estilo dialogado, algo alejado de toda sensatez en la
ciencia de hoy, permite que los interlocutores realicen divagaciones, quizás
con la única finalidad de expresar los sentimientos del autor, a saber:
ponderar las excelencias de Extremadura. De esta forma, Toro aprovecha algún
descanso en el relato para hablar de la inmejorable calidad y exquisito gusto
de las truchas del Jerte o de las virtudes del vino de Robledillo “que ni al de
Falerno cede el puesto.”
Otras veces, cuando el extremeño se
refiere al tratamiento con agua fría, termina sus consideraciones con una
metáfora alusiva a la mitología: “Este procedimiento tan felices resultados ha
tenido, que por esta manera de beber el agua, he visto cómo muchos han
conseguido escaparse de la barca de Aqueronte.” En otras digresiones se permite
alguna incursión filológica y así, cuando explica el origen del nombre de la
trucha, que aparece en el texto con la denominación de “salar”, se apoya en la
definición que del citado pez da Ausonio: “el salmón, de lomos sembrados de
pintas purpúreas, a modo de estrellas”; De Toro dice lo siguiente: “Viene de
saltando. Pues se ha observado que estos peces suben en dirección contraria al
curso de los ríos, y atraviesan volando las más escarpadas e impetuosas
corrientes.” Basilisco
Más expresivo y, para algún lector, sorprendente, es De Toro cuando acepta la leyenda del basilisco o catoblepa. Ya en las Etimologías de San Isidoro aparece este animal como una fiera que a todos mata con su aliento, e incluso al hombre le causa la muerte si le pone la vista encima y después, hasta muy avanzado el siglo XVI, la creencia en la mirada terrorífica del basilisco era frecuente, incluso entre los científicos de la época, lo que justifica, en gran medida, al extremeño. Fue Konrad Gesner (1516-1565), de Zurich, el primer hombre de ciencia que combatió la leyenda de este monstruo. En cualquier caso, la existencia del basilisco se dio como cierta entre el público en general, durante dos siglos más.
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