Soldado del espíritu, el investigador defiende a su patria con el microscopio, la balanza, la retorta o el telescopio (Santiago Ramón y Cajal)

30 octubre, 2024

El fragor de ferretería ambulante

 

Desde octubre de 1848 había  en la península ibérica un trayecto ferroviario que conectaba Barcelona y Mataró y que fue promovido por el industrial de esta última localidad, Miguel Biada Bunyol (1789-1848).

Pero, contrariamente a lo que se suele decir, el Barcelona-Mataró no fue el primer ferrocarril español porque ya existía, desde 1837, una línea férrea en Cuba, que fue inaugurada el 19 de noviembre: era el tramo La Habana-Bejucal, que en 1839 se amplió hasta Güiness. Esto implicaba que nuestro país era el séptimo del mundo en contar con este medio de locomoción. Después se hicieron las líneas Madrid-Aranjuez (1851) y Langreo-Gijón (1852). En cualquier caso, cuando se inaugura en la Península la primera línea ferroviaria, en Cuba existían más de 300 kilómetros de carriles. 

El ferrocarril era un invento inglés. En el contexto europeo hay que recordar que las dos primeras líneas fueron la inglesa de Stockton a Darlington (1825) y la francesa de Saint-Étienne a Andrézieux (1827).

Como tantas veces ocurre, tanto antes como ahora, los avances científicos y técnicos llegan a causar un miedo digno de mejor causa. Hoy son los transgénicos los que atemorizan a la población, en el siglo XIX el ferrocarril no fue visto con buenos ojos por muchos. Una coplilla popular sobre el primer tramo ferroviario en la Península lo veía así:

“El carril de Mataró

lleva cuernos, lleva cuernos,

 el carril de Mataró

 lleva cuernos y yo no”.

Los médicos alertaban de peligros para la salud por utilizar este sistema de transporte, muchos indicaban  que en los pasajeros que viajaran en tren se producirían problemas de respiración, vértigos, mareos y sofocos, complicaciones que se agravarían cuando pasaran por los túneles. Además, importantes iban a ser las contrariedades ecológicas ya que la construcción del ferrocarril implicaría la explotación de la tierra para conseguir recursos, la modificación del paisaje para permitir el desplazamiento, la alteración del medio natural:

“A aquel pájaro cantor

 lo espantó un ferrocarril

y su canto sin igual

no se pudo más oír”.

Más expresivo es el poeta sevillano Gustavo Adolfo Bécquer que nos recuerda un viaje que realizó en 1863 entre Madrid y Tudela: “La locomotora arrojaba ardientes y ruidosos resoplidos, como un caballo de raza, impaciente hasta ver que cae al suelo la cuerda que lo detiene en el hipódromo. De cuando en cuando, una pequeña oscilación hacía crujir las coyunturas de acero del monstruo; por último, sonó la campana, el coche hizo un brusco movimiento de adelante a atrás y de atrás a adelante, y aquella especie de culebra negra y monstruosa partió arrastrándose por el suelo a lo largo de los rails y arrojando silbidos estridentes que resonaban de una manera particular en el silencio de la noche. La primera sensación que se experimenta al arrancar un tren es siempre insoportable. Aquel confuso rechinar de ejes, aquel crujir de vidrios estremecidos, aquel fragor de ferretería ambulante, igual, aunque en grado máximo, al que produce un simón desvencijado al rodar por una calle mal empedrada, crispa los nervios, marea y aturde. Verdad que en ese mismo aturdimiento hay algo de la embriaguez de la carrera, algo de lo vertiginoso que tiene todo lo grande; pero, como quiera que, aunque mezclado con algo que place, hay mucho que incomoda, también es cierto que hasta que pasan algunos minutos y la continuación de las impresiones embota la sensibilidad, no se puede decir que se pertenece uno a sí mismo por completo”. 

Vagón de tren de principios del s. XX

En esto, tampoco eran los españoles diferentes del resto de los europeos: al escritor francés  Théophile Gautier le parecía un monstruo y escribía “Tiene fuego en los ojos y el humo le sale de las fauces”; el científico y divulgador francés François Arago había dicho que el corazón le iba a estallar ¡a más de 27 km/h!; y, finalmente, Lord Wellington estaba en contra del ferrocarril porque hacía que la gente fuera de un sitio para otro “sin ningún beneficio para el Estado”.

De este medio de locomoción se ocuparon en las letras y en las artes españolas, porque los “caminos de hierro” iban a ser una manifestación de progreso económico, social y científico-técnico. Los escritores de la época se interesan por él: Clarín, la Pardo Bazán, Galdós, Pereda, Blasco Ibáñez...

Darío de Regoyos pinta el ferrocarril en varios de sus cuadros; por ejemplo,  El túnel de Pancorbo (1902). 

El túnel de Pancorbo

A un adolescente Ramón y Cajal el tren le produjo una viva impresión que reproduce en sus memorias:

“A la verdad, el aspecto del formidable artilugio era nada tranquilizador. Delante de mí avanzaba, imponente y amenazadora, cierta mole negra, disforme, compuesta de bielas, palancas, engranajes, ruedas y cilindros. Semejaba a un animal apocalíptico, especie de ballena colosal forjada con metal y carbón. Sus pulmones de titán despedían fuego; sus costados proyectaban chorros de agua hirviente; en su estómago pantagruélico ardían montañas de hulla; en fin, los poderosos resoplidos y estridores del monstruo sacudían mis nervios y aturdían mi oído”.

Pero al final, los avances científicos y técnicos se abren paso siempre y en 1855 en España se explotan  477 kilómetros de vías férreas, y desde ese año, en  que se aprueba la Ley General de Caminos de Hierro, el desarrollo del ferrocarril fue tal que en 11 años se llegó a los cerca de 4.400 kilómetros.

 


No hay comentarios:

Publicar un comentario