Desde octubre de 1848 había en la península ibérica un trayecto ferroviario que conectaba Barcelona y Mataró y que fue promovido por el industrial de esta última localidad, Miguel Biada Bunyol (1789-1848).
Pero, contrariamente a lo que se suele decir, el Barcelona-Mataró no fue el primer ferrocarril español porque ya existía, desde 1837, una línea férrea en Cuba, que fue inaugurada el 19 de noviembre: era el tramo La Habana-Bejucal, que en 1839 se amplió hasta Güiness. Esto implicaba que nuestro país era el séptimo del mundo en contar con este medio de locomoción. Después se hicieron las líneas Madrid-Aranjuez (1851) y Langreo-Gijón (1852). En cualquier caso, cuando se inaugura en la Península la primera línea ferroviaria, en Cuba existían más de 300 kilómetros de carriles.
El ferrocarril era un invento inglés. En
el contexto europeo hay que recordar que las dos primeras líneas fueron la
inglesa de Stockton a Darlington (1825) y la francesa de Saint-Étienne a
Andrézieux (1827).
Como tantas veces ocurre, tanto antes
como ahora, los avances científicos y técnicos llegan a causar un miedo digno
de mejor causa. Hoy son los transgénicos los que atemorizan a la población, en
el siglo XIX el ferrocarril no fue visto con buenos ojos por muchos. Una
coplilla popular sobre el primer tramo ferroviario en la Península lo veía así:
“El carril de Mataró
lleva cuernos, lleva cuernos,
el carril de Mataró
lleva cuernos y yo no”.
Los médicos alertaban de peligros para
la salud por utilizar este sistema de transporte, muchos indicaban que en los pasajeros que viajaran en tren se
producirían problemas de respiración, vértigos, mareos y sofocos,
complicaciones que se agravarían cuando pasaran por los túneles. Además,
importantes iban a ser las contrariedades ecológicas ya que la construcción del
ferrocarril implicaría la explotación de la tierra para conseguir recursos, la
modificación del paisaje para permitir el desplazamiento, la alteración del
medio natural:
“A aquel pájaro cantor
lo espantó un ferrocarril
y su canto sin igual
no se pudo más oír”.
Más expresivo es el poeta sevillano
Gustavo Adolfo Bécquer que nos recuerda un viaje que realizó en 1863 entre
Madrid y Tudela: “La locomotora arrojaba ardientes y ruidosos resoplidos, como
un caballo de raza, impaciente hasta ver que cae al suelo la cuerda que lo
detiene en el hipódromo. De cuando en cuando, una pequeña oscilación hacía
crujir las coyunturas de acero del monstruo; por último, sonó la campana, el
coche hizo un brusco movimiento de adelante a atrás y de atrás a adelante, y
aquella especie de culebra negra y monstruosa partió arrastrándose por el suelo
a lo largo de los rails y arrojando
silbidos estridentes que resonaban de una manera particular en el silencio de
la noche. La primera sensación que se experimenta al arrancar un tren es
siempre insoportable. Aquel confuso rechinar de ejes, aquel crujir de vidrios
estremecidos, aquel fragor de ferretería ambulante, igual, aunque en grado
máximo, al que produce un simón desvencijado al rodar por una calle mal
empedrada, crispa los nervios, marea y aturde. Verdad que en ese mismo
aturdimiento hay algo de la embriaguez de la carrera, algo de lo vertiginoso
que tiene todo lo grande; pero, como quiera que, aunque mezclado con algo que
place, hay mucho que incomoda, también es cierto que hasta que pasan algunos
minutos y la continuación de las impresiones embota la sensibilidad, no se
puede decir que se pertenece uno a sí mismo por completo”. Vagón de tren de principios del s. XX
En esto, tampoco eran los españoles diferentes
del resto de los europeos: al escritor francés
Théophile Gautier le parecía un monstruo y escribía “Tiene fuego en los
ojos y el humo le sale de las fauces”; el científico y divulgador francés
François Arago había dicho que el corazón le iba a estallar ¡a más de 27 km/h!;
y, finalmente, Lord Wellington estaba en contra del ferrocarril porque hacía
que la gente fuera de un sitio para otro “sin ningún beneficio para el Estado”.
De este medio de locomoción se ocuparon
en las letras y en las artes españolas, porque los “caminos de hierro” iban a
ser una manifestación de progreso económico, social y científico-técnico. Los
escritores de la época se interesan por él: Clarín, la Pardo Bazán, Galdós,
Pereda, Blasco Ibáñez...
Darío de Regoyos pinta el ferrocarril en
varios de sus cuadros; por ejemplo, El túnel de Pancorbo (1902). El túnel de Pancorbo
A un adolescente Ramón y Cajal el tren
le produjo una viva impresión que reproduce en sus memorias:
“A la verdad, el aspecto del formidable
artilugio era nada tranquilizador. Delante de mí avanzaba, imponente y
amenazadora, cierta mole negra, disforme, compuesta de bielas, palancas,
engranajes, ruedas y cilindros. Semejaba a un animal apocalíptico, especie de
ballena colosal forjada con metal y carbón. Sus pulmones de titán despedían
fuego; sus costados proyectaban chorros de agua hirviente; en su estómago
pantagruélico ardían montañas de hulla; en fin, los poderosos resoplidos y
estridores del monstruo sacudían mis nervios y aturdían mi oído”.
Pero al final, los avances científicos y
técnicos se abren paso siempre y en 1855 en España se explotan 477 kilómetros de vías férreas, y desde ese
año, en que se aprueba la Ley General de
Caminos de Hierro, el desarrollo del ferrocarril fue tal que en 11 años se
llegó a los cerca de 4.400 kilómetros.
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