El amigo manso (1882) pasa por ser una de las más dulces novelas de Benito Pérez Galdós y, en verdad, las peripecias de este hombre soñador y bueno, Máximo Manso, merecen varias lecturas. El asturiano, de Cangas de Onís, Máximo Manso había emigrado a la capital de España para realizar sus estudios universitarios. Y en Madrid vivió bajo el amparo materno durante más de dos lustros. Manso se doctoró en dos facultades (probablemente Derecho y Filosofía) y ganó por oposición la cátedra del Instituto del Cardenal Cisneros, de Madrid, “de una eminente asignatura”: Filosofía
Si queremos elucubrar sobre la situación del catedrático, algo muy lícito porque de ello no nos da noticia don Benito, podemos decir que, dado que la novela apareció en 1882 y que el contenido es contemporáneo del autor, es muy probable que Manso estrenara la denominación del centro docente, que no la sede, debido a que el antiguo Instituto del Noviciado cambió de nombre, por R.O de 1877, para honrar la memoria del ilustre cardenal. En general, vamos a aceptar que Manso obtiene la cátedra después de ese año; estamos, pues, en el periodo comprendido entre la Restauración Borbónica (1874) y el comienzo de la Regencia de María Cristina (1885).
La reforma de Pidal (1845) incorporó la Psicología a la Enseñanza Media como una disciplina complementaria de la Filosofía y desde ese año y hasta finalizar el siglo, los profesores de Filosofía impartían una asignatura que se denominaba Elementos de Psicología, Lógica y Ética. No fue hasta 1898 cuando las asignaturas de la cátedra de Filosofía se separaron en dos: Psicología y Lógica por un lado y Ética por otro. Así que, en resumen, nuestro Máximo Manso era catedrático de Filosofía en el Instituto Cardenal Cisneros de Madrid e impartía la asignatura de Elementos de Psicología, Lógica y Ética.
En la obra de Galdós asistimos a una de las clases del catedrático y, a la luz de los métodos y formas de hoy, se nos antoja que muchos de los jovencitos que escucharan los discursos académicos de don Máximo no los considerarían más que peroratas y, a buen seguro, bostezarían, recordarían el descanso del fin de semana precedente o imaginarían todo aquello que su entendimiento permitiera.
Frases como: “existe una alianza perfecta entre la sociedad y la Filosofía. El filósofo actúan constantemente en la sociedad, y la Metafísica es el aire moral que respiran los espíritus sin conocerlo, como los pulmones respiran el atmosférico” no podrían menos que conseguir el aburrimiento de algún alumno, lo que nos confirma el catedrático en la narración.
Lo que parece claro es que los métodos pedagógicos de don Máximo no eran un dechado de sutileza porque cuando algún alumno le comentó al salir de clase que no había entendido bien las explicaciones de su profesor, éste le respondió “entre bromas y veras que ya lo irían entendiendo a fuerza de cardenales, si eran escogidos, y si no, que muy bien se podían pasar sin entenderlo”. ¿Y quiénes eran los escogidos? “Llamaba yo escogidos a los que tienen la piel delicada para apreciar bien los palmetazos, pellizcos y carrilladas que da el próvido maestro de escuela, pues a los señores que tienen sus almas forradas, con cuero semejante al del rinoceronte, ni con disciplinas les entra una sola letra”.
Además de docente, don Máximo escribió una Memoria sobre la psicogénesis y la neurosis, unos Comentarios a Du Bois-Reymond, la Traducción de Wundt y unos “artículos refutando el Transformismo y las locuras de Haeckel”. Estos libros nos proporcionan otros detalles de la personalidad de Manso.
En efecto, en el siglo XIX la psicología era una disciplina filosófica y no era raro que, en numerosos textos de filosofía se abordara la neurosis. Du Boi Reymond (1818-1896), era un fisiólogo y filósofo alemán, nacido en Berlín, que escribió numerosas obras de filosofía que fueron publicadas en los últimos cuarenta años del siglo XIX.
Wundt (1832-1920) fue el psicólogo más importante de esa época y, en los años en los que ejercía Manso, algunos catedráticos de Filosofía estudiaron su obra, por ejemplo Urbano González Serrano
Ernst Haeckel (1834-1919) se manifestó, en esos años, como uno de los más ardientes defensores del transformismo, esto es, el evolucionismo, teoría biológica que motivó agrios debates en el último cuarto del siglo XIX. En otro lugar de la narración vemos a Manso prologando a Herbert Spencer (1820-1903), el considerado fundador de la psicología de la adaptación. Spencer era citado, en aquellos años, en los textos de muchos catedráticos de Filosofía.
Quizá Manso haría suyas las palabras que escribió Hermenegildo Giner de los Ríos:
“No existe otro medio de educar natural y humanamente que con la ‘razón’ y por el convencimiento, cuando se está en edad de discurrir, por el cariño, por el amor, por el afecto, por la dulzura, antes del uso de la razón y, en una palabra, con la justicia y por la alegría, siempre”.
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