En la segunda mitad del Siglo Ilustrado se había creado en buena parte de España un ambiente hacia todo lo que representaba la ciencia que hubo aficionados capaces de hacer espectáculo con ella. Así, esta faceta cultural llegó a ser considerada una diversión extra que se encontraba a disposición de los habitantes de las ciudades.
En 1737, reinando Felipe V, se aprobaron los Estatutos del Real Colegio de Boticarios de Madrid, precursor de la Real Academia Nacional de Farmacia. Sin embargo, estrictamente hablando, no era algo nuevo ya que era la síntesis de dos cofradías existentes en Madrid desde la España de los Austrias: la de Nuestro Señor San Lucas y Nuestra Señora de la Purificación (de 1589) y Nuestra Señora de los Desamparados (de 1654). Su finalidad era meramente científica, que “deberá ser el cultivo y adelantamiento de la Farmacia, la Botánica, la Química y la Historia Natural. Para lo que se formará un jardín botánico y un laboratorio químico”. Y así, el madrileño podía contemplar, varias veces al año, desde 1751, el jardín y los laboratorios del Real Colegio de Boticarios y asistir a algunas explicaciones en relación con determinados remedios terapéuticos.
También Madrid se creó el Real Gabinete de Historia Natural que, aunque databa de de 1752, recibió un impulso definitivo en 1771, cuando Carlos III compró a Pedro Franco Dávila (1711-1786), naturalista guayaquileño, una colección espléndida de objetos que había reunido en París. En 1776, cuando se hicieron las reformas necesarias para enseñar las piezas de los reinos animal, vegetal, mineral, material arqueológico, objetos etnográficos,
instrumentos científicos, máquinas, etc. el naturalista citado ocupó la dirección del Gabinete, que fue ubicado en una planta del edificio de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. El éxito del Gabinete fue espectacular y muchos madrileños visitaron sus dependencias, gozaron con la visita y contaron sus maravillas. También lo hicieron extranjeros que visitaron nuestro país en la segunda mitad de la década de los ochenta; así, el viajero Joseph Townsed, en su Viaje por España en la época de Carlos III (1786-1787), alababa, en 1787, la impresionante colección que albergaba dicha institución y decía que era “verdaderamente magnífica, aunque ni ha sido bien elegida ni está adecuadamente ordenada. Tal vez ningún gabinete supere la riqueza intrínseca que posee en plata, oro y piedras preciosas; pero en cuanto al aspecto científico, preferiría ser el dueño de las colecciones, más humildes, de Charles Greville o de Besson. Entre las grandes piezas de oro macizo no pude distinguir ni un cristal; en cuanto a las de plata, han sido valoradas principalmente por su peso. Los grandes cristales de azufre de la mina de Conil, cerca de Cádiz, están bien conservados, pero, como ocurre con otros géneros de minerales de este gabinete, se encuentran en cantidades excesivas. Cada estante está repleto de innumerables muestras de un mismo material”.Esta popularización de la ciencia también se hizo patente en la sala de disección del Hospital de San Carlos de Madrid, que aumentó considerablemente de capacidad porque así lo demandaba el número de espectadores. La situación llegó a ser tal que en 1795 Ignacio Lacaba tuvo que cambiar a la tarde los horarios de disección para que los aficionados pudieran verlos.
En los noventa tuvieron un extraordinario éxito las ascensiones de globos aerostáticos, puestas de moda en Francia por los hermanos Montgolfield, en la década precedente. El hecho fue plasmado en diversas obras artísticas entre las que podemos citar el cuadro Ascensión de un globo Montgolfier en Aranjuez (1794), obra de Antonio Carnicero, que se conserva en el Museo del Prado.
Finalmente, durante casi todo el siglo XVIII se abrieron en Madrid una serie de locales para exponer las diferentes colecciones de autómatas (molinos, figuras cortesanas, relojes, etc.) que durante los dos siglos precedentes tuvieron un gran éxito en la vida aristocrática. Esto es, las aficiones cortesanas se habían popularizado sobremanera. En un piso de la calle de Alcalá, el inglés Maddox exponía todas las tardes, previo pago de la entrada correspondiente, su colección de siete piezas de autómatas “cada una de las cuales, además de ser admirable por su mecanismo, ofrecía un pequeño espectáculo, como adivinar la hora secreta que el espectador hubiera pensado y otros entretenimientos relacionados con pasatiempos matemáticos” (A. Lafuente y N. Valverde).
En 1737, reinando Felipe V, se aprobaron los Estatutos del Real Colegio de Boticarios de Madrid, precursor de la Real Academia Nacional de Farmacia. Sin embargo, estrictamente hablando, no era algo nuevo ya que era la síntesis de dos cofradías existentes en Madrid desde la España de los Austrias: la de Nuestro Señor San Lucas y Nuestra Señora de la Purificación (de 1589) y Nuestra Señora de los Desamparados (de 1654). Su finalidad era meramente científica, que “deberá ser el cultivo y adelantamiento de la Farmacia, la Botánica, la Química y la Historia Natural. Para lo que se formará un jardín botánico y un laboratorio químico”. Y así, el madrileño podía contemplar, varias veces al año, desde 1751, el jardín y los laboratorios del Real Colegio de Boticarios y asistir a algunas explicaciones en relación con determinados remedios terapéuticos.
También Madrid se creó el Real Gabinete de Historia Natural que, aunque databa de de 1752, recibió un impulso definitivo en 1771, cuando Carlos III compró a Pedro Franco Dávila (1711-1786), naturalista guayaquileño, una colección espléndida de objetos que había reunido en París. En 1776, cuando se hicieron las reformas necesarias para enseñar las piezas de los reinos animal, vegetal, mineral, material arqueológico, objetos etnográficos,
Pedro Franco Dávila |
instrumentos científicos, máquinas, etc. el naturalista citado ocupó la dirección del Gabinete, que fue ubicado en una planta del edificio de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. El éxito del Gabinete fue espectacular y muchos madrileños visitaron sus dependencias, gozaron con la visita y contaron sus maravillas. También lo hicieron extranjeros que visitaron nuestro país en la segunda mitad de la década de los ochenta; así, el viajero Joseph Townsed, en su Viaje por España en la época de Carlos III (1786-1787), alababa, en 1787, la impresionante colección que albergaba dicha institución y decía que era “verdaderamente magnífica, aunque ni ha sido bien elegida ni está adecuadamente ordenada. Tal vez ningún gabinete supere la riqueza intrínseca que posee en plata, oro y piedras preciosas; pero en cuanto al aspecto científico, preferiría ser el dueño de las colecciones, más humildes, de Charles Greville o de Besson. Entre las grandes piezas de oro macizo no pude distinguir ni un cristal; en cuanto a las de plata, han sido valoradas principalmente por su peso. Los grandes cristales de azufre de la mina de Conil, cerca de Cádiz, están bien conservados, pero, como ocurre con otros géneros de minerales de este gabinete, se encuentran en cantidades excesivas. Cada estante está repleto de innumerables muestras de un mismo material”.Esta popularización de la ciencia también se hizo patente en la sala de disección del Hospital de San Carlos de Madrid, que aumentó considerablemente de capacidad porque así lo demandaba el número de espectadores. La situación llegó a ser tal que en 1795 Ignacio Lacaba tuvo que cambiar a la tarde los horarios de disección para que los aficionados pudieran verlos.
En los noventa tuvieron un extraordinario éxito las ascensiones de globos aerostáticos, puestas de moda en Francia por los hermanos Montgolfield, en la década precedente. El hecho fue plasmado en diversas obras artísticas entre las que podemos citar el cuadro Ascensión de un globo Montgolfier en Aranjuez (1794), obra de Antonio Carnicero, que se conserva en el Museo del Prado.
Finalmente, durante casi todo el siglo XVIII se abrieron en Madrid una serie de locales para exponer las diferentes colecciones de autómatas (molinos, figuras cortesanas, relojes, etc.) que durante los dos siglos precedentes tuvieron un gran éxito en la vida aristocrática. Esto es, las aficiones cortesanas se habían popularizado sobremanera. En un piso de la calle de Alcalá, el inglés Maddox exponía todas las tardes, previo pago de la entrada correspondiente, su colección de siete piezas de autómatas “cada una de las cuales, además de ser admirable por su mecanismo, ofrecía un pequeño espectáculo, como adivinar la hora secreta que el espectador hubiera pensado y otros entretenimientos relacionados con pasatiempos matemáticos” (A. Lafuente y N. Valverde).
Ascensión de un globo Montgolfier en Aranjuez |
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