Soldado del espíritu, el investigador defiende a su patria con el microscopio, la balanza, la retorta o el telescopio (Santiago Ramón y Cajal)

08 octubre, 2025

La amada hija de un médico

 

El médico y cirujano segoviano Pedro González de Velasco (1815-1882) es una personalidad que aparece en la historia de la ciencia española en relación con la creación del madrileño Museo de Antropología. No obstante, además de esto consigue una gran fama como cirujano, es el más famoso de los de Madrid y acaso de toda España.

De la pareja que formaban el médico y Engracia Pérez Cobo, en 1848 nació Concepción González Velasco y Pérez. Siendo una adolescente de 15 años enfermó y don Pedro requirió los consejos y tratamientos de un gran amigo experto en enfermedades pediátricas: el murciano Mariano Benavente y González (1818-1885), el padre del que fuera premio Nobel de Literatura en el año 1922, el autor dramático Jacinto Benavente. 

Pedro González de Velasco

La niña parece que tenía fiebres tifoideas, algo no excepcional entonces. Era una enfermedad de la que se desconocía cuál era la causa, que no se podía tratar con antibióticos, no los había, y que, evidentemente, no se podía prevenir con vacunas. La hija de Velasco presentaba unos signos muy claros: fiebre, fatiga, náuseas, dolores abdominales e intestinales. El médico Benavente utilizaba medidas conservadoras esperando una crisis de la enfermedad y la curación de la niña. Sin embargo, su padre quiso llegar a la curación provocando una crisis orgánica, algo que se hacía con un tratamiento agresivo y que no era demasiado raro en los procedimientos médicos de la época. Para conseguir la evolución, o crisis, de la enfermedad se administraban diuréticos, laxantes, sudoríficos (diaforéticos), etc.

Sin embargo, Concepción no mejora y su padre se muestra cada vez más impaciente. Benavente se mantiene firme y quiere que el proceso patológico siga su curso natural. Finalmente el padre, en contra de la opinión de su amigo, le administra un emético esperando la crisis de la enfermedad. En su casa, Benavente recrimina a su familia la actitud de Velasco: “¡ese Velasco, ese Velasco! … va a matar a su hija. Si es otro le pego, le mato. Pero es su padre, es su padre”. Estos comentarios fueron contados por Jacinto Benavente que, siendo niño, los escuchó en su casa. 

Monumento al doctor Benavente
 en El Retiro

El caso es que se impuso el tratamiento paterno y la niña tuvo importantes hemorragias, acaso favorecidas por el emético, que terminaron con su fallecimiento, acaecido el 12 de mayo de 1864. El funeral de cuerpo presente tuvo lugar en la iglesia de San Sebastián el día 14, era la iglesia de su barrio, en la calle de Atocha. En la esquela correspondiente se hace saber que después del mismo se procederá a llevar el cadáver al cementerio de la sacramental de San Pedro, San Andrés y San Isidro, también conocido como Cementerio Sacramental de San Isidro.

El doctor Velasco entra en un estado de desesperación. Se considera culpable de los hechos. Fue él quien sometió a su hija a un tratamiento que la llevó al sepulcro y, para aumentar su dolor, no hizo caso de los consejos de su amigo que, además, era uno de los pediatras más importantes de su tiempo. Así que entre los trastornos psicológicos (reales) y los rumores que rodearon los hechos, se creó una leyenda repleta de exageraciones. Veamos.

La conmoción emocional del padre no le impidió embalsamar antes el cuerpo de la hija, lo que implica que quería, de esta forma, mantenerlo “vivo”. Y a buen seguro que lo hizo estupendamente ya que, doce años más tarde, cuando se exhumó el cadáver, el cuerpo de la hija se encontraba en un buen estado de conservación. Pero lo realmente perturbador es que Velasco quisiera él mismo realizar el proceso de embalsamamiento, ya que desconfiaba de la forma de actuar de sus compañeros. Así que no es difícil imaginar su tristeza en esos momentos. ¿Sabía embalsamar?

González de Velasco era una persona dedicada a los estudios anatómicos que había diseccionado miles de cadáveres y que, en relación con el asunto que nos ocupa, había creado con el farmacéutico y médico de balnearios Justo Jiménez de Pedro y con el ya citado Benavente, la Sociedad Económica de Embalsamamientos, con la que obtuvo unos importantes beneficios económicos. Así que conservar el cuerpo de su hija no le iba a suponer un problema técnico. 


Desde la muerte de Concha la vida no científica del segoviano se fue haciendo extraordinariamente obsesiva. Era un hombre ⸻a juzgar por su primer biógrafo, su colega, amigo y discípulo Ángel Pulido⸻ de un sentimiento estético muy reducido pues nunca se acercó ni a la pintura, poesía, música, pero esta muerte familiar lo llevó a “... aprender a tocar el piano, tan sólo para repetir aquellas piezas que oyera a su hija. Y con este motivo sucedía, que muchas mañanas, antes de que clarease el alba, porque era asaz madrugador, dejaba oír en el silencio de la calle de Atocha, donde habitaba, tocatas que despertaban en su alma dolorida emociones sobrado intensas para llenar de lágrimas sus ojos. Muy cierto es que resultaban los trozos torpemente ejecutados...”

Y lo que está claro es que Pedro quiere ver su hija muy próxima a él. Quiere construir un gran mausoleo que, acaso, a la manera del Monasterio de El Escorial hiciera las veces de panteón y templo de la ciencia, su gran obra: el Museo de Antropología. Y él, que lo tenía estructurado en su memoria desde mucho antes del fatal desenlace, lo fue modificando poco a poco hasta que en 1875, el año de la Restauración, fue formalmente inaugurado el 29 de abril, con la asistencia del rey Alfonso XII y las correspondientes autoridades académicas, civiles y religiosas.

Así que, construido el “mausoleo”, el médico recibe la pertinente autorización para exhumar el cadáver de su hija, fallecida doce años antes, porque la quiere tener muy cerca. Y el 30 de abril, el día siguiente a la inauguración del museo, en una de sus habitaciones saca del féretro el cuerpo desnudo de la hija y lo deja fuera de la caja, durante el verano, para que el calor provoque la evaporación del agua que aún contenga y se complete la momificación. 

Museo de Antropología

Cuando llega el otoño Velasco manifiesta un comportamiento... Viste a la momia de la hija con un traje de raso blanco, le pone guantes y zapatos; para completar esta locura cubre su cabeza con una peluca, pone colorete en su rostro y adorna su cuerpo con unas joyas. Finalmente, lleva el cadáver a la capilla de las estancias particulares (de la vivienda del médico) que tenía en el edifico del Museo y.... ¡la introduce en una vitrina para su contemplación! Y es que todos los días se acerca a su hija y le habla. Parece que su desatino le hace intentar sentarla a su mesa, pero Engracia, se esposa, se opuso.

Claro que esto fue motivo para que corriera por el Madrid de la época, y muchos años después, que Pedro González de Velasco sacaba a pasear a su hija por el paseo de la Castellana y los jardines de El Retiro, lo que, indudablemente, nunca sucedió.

Al fallecer Velasco, en 1882, su deseo es ser enterrado con su hija, pero su esposa decide volver a inhumar a Conchita en el mismo cementerio de San Isidro donde descansara anteriormente. Este traslado se realizó el 8 de marzo de 1886 y ahí se mantendrá hasta nuestros días.

 

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