Al finalizar el siglo
XIX España contaba con un buen plantel de científicos, no eran muchos, es
cierto, pero sí constituían una especie de catapulta desde la que se podrían
lanzar nuevos proyectos intelectuales. Era una prueba de que en nuestro país se
habían puesto algunos cimientos científicos a mediados de ese siglo sobre el
que se había creado un pequeño edificio.
En efecto, son años en los que personalidades como Jaime Ferrán i Clua
(1851-1929) en la medicina y bacteriología, Santiago Ramón y Cajal (1852-1934)
en la histología, Leonardo Torres Quevedo (1852-1936) en la ingeniería y la
matemática, Eduardo Torroja y Caballé (1847-1918) en la matemática, Carlos Ibáñez e Ibáñez de Ibero (1825-1891)
en la geodesia, Federico Olóriz Aguilera (1855-1912) en la medicina y
antropología, Odón de Buen y del Cos (1863-1945) en la biología, y muchos más
constituyen un buen elenco de intelectuales con un buen ganado prestigio
científico, en España y fuera de nuestras fronteras, que va a ser el punto de
partida de la ciencia del nuevo siglo.
Además, tras el
desastre del 98, se estaba creando un ambiente intelectual en el que se deseaba
fundar una institución que promoviera la investigación. Influyeron en la misma
las personas que integraban la Institución Libre de Enseñanza (ILE). Así, el
entonces Ramón y Cajal escribía en 1906 (el año en el que le concedieron el
Premio Nobel) a Segismundo Moret un informe, en respuesta al ofrecimiento por
parte del político de la cartera de Instrucción
Pública, que había que realizar “Algunas
reformas encaminadas a desperezar la Universidad española de su secular
letargo: la contratación, por varios años, de eminentes investigadores
extranjeros; el pensionado, en los grandes focos científicos de Europa, de lo
más lúcido de nuestra juventud intelectual, al objeto de formar el vivero del
futuro magisterio; la creación de grandes colegios, adscritos a institutos y
universidades, con decoroso internado; [...] la fundación, en pequeño y por vía
de ensayo, de una especie de Colegio de Francia, o centro de alta
investigación, donde trabajara holgadamente lo más eminente de nuestro
profesorado y lo más aventajado de los pensionados regresados del extranjero;
la creación de premios pecuniarios en favor de los catedráticos celosos de la
enseñanza o autores de importantes descubrimientos científicos, a fin de
contrarrestar los efectos sedantes y desalentadores del escalafón, etcétera”.
En este ambiente, el 11
de enero de 1907, se crea por Real Decreto de Amalio Gimeno, a la sazón
ministro de Instrucción Pública y Bellas Artes la Junta para la Ampliación de
Estudios e Investigaciones Científicas (la JAE). En el Decreto se escribía: “El
más importante grupo de mejoras que pueden llevarse a la instrucción pública es
aquél que tiende por todos los medios posibles a formar el personal docente
futuro y dar al actual medios y facilidades para seguir de cerca el movimiento
científico y pedagógico de las naciones más cultas”. Y, además, se dice que los
intelectuales formados en el extranjero requieren, cuando vuelvan a España, “un
campo de trabajo y una atmósfera favorable en que no se amortigüen poco a poco
sus nuevas energías y donde pueda exigirse de ellos el esfuerzo y la
cooperación en la obra colectiva a que el país tiene derecho. Para esto es
conveniente facilitarles, hasta donde sea posible, el ingreso al profesorado en
los diversos ordenes de la enseñanza, previas garantías de competencia y
vocación; contar con ellos para formar y nutrir pequeños Centros de actividad
investigadora y trabajo intenso, donde se cultiven desinteresadamente la
Ciencia y el Arte, y utilizar su experiencia y sus entusiasmos para influir
sobre la educación y sobre la vida de nuestra juventud escolar”.
Y este Decreto estaba
apoyado por lo más selecto de la intelectualidad española, personalidades
culturales que tenían una gran influencia dentro y fuera de España. Así, el
primer Presidente de la JAE era nada menos que Santiago Ramón y Cajal, y el
principal responsable de su puesta en funcionamiento fue un hombre
ligado a la ILE, José Castillejo. Pero entre los vocales se encontraba
personalidades de la talla del matemático, político y dramaturgo José Echegaray (1832-1916), el bioquímico
José Rodríguez-Carracido (1856-1928), el neurólogo Luis Simarro (1851-1921), el
erudito Marcelino Menéndez y Pelayo (1856-1912), el historiador Ramón Menéndez Pidal (1869-1968), el pintor
Joaquín Sorolla (1863-1923), etc.
Aunque los inicios
fueron difíciles, entre 1910 y 1913 ya se crearon los principales centros de
investigación de la Junta dependientes del Instituto Nacional de Ciencias
Físico-Naturales, que presidía Santiago Ramón y Cajal y del Centro de Estudios
Históricos, cuya cabeza visible era Ramón Menéndez Pidal.También en 1910, se
crean el Patronato de Estudiantes, para apoyar a los pensionados en el
extranjero, y la Residencia de Estudiantes, con el fin de ofrecer un ambiente
intelectualmente agradecido. Los residentes eran estudiantes, en número
inferior a los 250 por curso, de un nivel económico acomodado. Así, fueron
residentes el hijo de un notario (Salvador Dalí), el de un terrateniente
(Federico García Lorca) o el de un indiano (Luis Buñuel) por citar a tres
intelectuales que vienen a ser punto de referencia y cita, casi obligada, entre
los asistentes a esta institución. Las actividades culturales de la Residencia
la hicieron un importante foco intelectual de la Europa de su tiempo: a ella
fueron escritores como Gilbert K.Chesterton, el egiptólogo Howard Carter, el
economista John M. Keynes, el arquitecto Le Corbusier , los científicos
Eintsein y Marie Curie, etc.
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