Creo que no habrá disidentes, entre personas medianamente cultas, de la siguiente necesidad: es imprescindible acercar la ciencia a la sociedad y conseguir que los miembros que contemplan la cultura científica con desdén se vean integrados, en mayor o menor medida, en todas las formas de saber.
La divulgación científica es muy difícil, es un ten con ten entre lo que hay que contar con precisión y lo que se puede expresar superficialmente, entre lo que hay que decir y lo que es necesario callar. Miguel de Unamuno creía que el peligro de la divulgación estaba en la vulgarización, es decir, en el hecho por el cual al bajar el nivel de los conocimientos la cultura se acerca tanto a la gente que se hace vulgar y, consecuentemente, deja de hacerse cultura. Bien es cierto que para un científico es mucho más cómodo utilizar su lenguaje habitual que el divulgativo, algo que ya les ocurría con el latín a los científicos-humanistas europeos de los siglos XVI y XVII. Y es que escribir en latín era mucho más fácil que hacerlo en una lengua romance que no poseía unos términos científicos adecuados y que, por tanto, requería neologismos.
Porque hay una gran diferencia entre mostrar el mundo de la pintura, de la escultura, de la música, de la literatura, etc. a la sociedad y aproximar la ciencia a la gente que lee. Probablemente la primera diferencia está en la naturaleza misma de los temas que trata. En general, es más fácil leer una novela o un libro de historia que un estudio científico. Quizá, por ello, es más frecuente que un hombre de ciencias lea a Baroja que uno de letras a Darwin. Sin embargo, está en la naturaleza de las cosas que haya personas interesadas en divulgar los conocimientos. Siempre ha sido así. Las etimologías de San Isidoro y La Enciclopedia francesa son dos buenos ejemplos de textos, de épocas muy diferentes, que divulgaban saberes.
Todos saldríamos ganando si los científicos que trabajan en sus laboratorios contaran a la sociedad algo de lo que saben, con un lenguaje accesible y ameno. No obstante, la mayor parte de los hombres de ciencia son reacios a la divulgación. Uno de los grandes científicos del siglo XX, Stephen Jay Gould (1941-2002), fue un gran divulgador. Este intelectual enorme, profesor que fue de Paleontología en Harvard afirma que “todos debemos empeñarnos en recobrar la ciencia accesible como una tradición intelectual honorable. Las reglas son sencillas: nada de compromisos con la riqueza conceptual; nada de pasar por alto las ambigüedades o lo que se ignora; eliminar la jerga, naturalmente, pero no sacrificar las ideas”.
Es cierto que, en el caso de la ciencia, hay algún desprecio de la clase científica por la divulgación, probablemente porque algunos miembros de este grupo han caído en cierto ensoberbecimiento que los hace contemplar la vulgarización, como también se la llama, como un insulto a su actividad. Porque algunos están extraordinariamente contentos del uso de un lenguaje críptico, un argot, al que sólo pueden acceder los colegas de profesión… y, en bastantes casos, cualquier persona culta, que al escuhar tanta pedantería no abre la boca ante el chaparrón pseudointelectual, sino que bosteza ante la estupidez humana. Creo que no hace falta decirle a un paciente que tiene oliguria si le puede entender a la primera con la frase: “orina menos de lo normal”.
En la España de hoy muy pocos científicos se han acercado a la labor divulgadora. Santiago Ramón y Cajal fue un divulgador espléndido del conocimiento biológico, como también José Comas Solá (1868-1937), que escribió textos de divulgación astronómica, y el ingeniero Salvador Corbella Álvarez que llegó a divulgar la teoría de Einstein en nada menos que 1921.
Más recientemente, y sólo considerando los científicos que no están con nosotros, fue un divulgador excepcional el médico Gregorio Marañón y Posadillo (1887-1960)), y otros como el neurólogo y psiquiatra Carlos Castilla del Pino (1922-2009); el más importante de los ecólogos españoles, Ramón Margalef López (1919-2004); el físico Francisco José Ynduráin Muñoz (1940-2008), etc. Estos y algunos otros son distinguidos miembros de un grupo que abarca, cada vez más, a investigadores que, en la actualidad, tienen tiempo y ganas de escribir importantes obras de divulgación científica.
Pero no hay que olvidar la labor divulgativa que realizaron otros personajes, de menor relevancia científica que los citados antes, en un medio como la televisión. A este respecto, dos hombres han sido punto de referencia en la TVE del siglo pasado: Luis Miravitlles y Torras (1930-1995), divulgador de muchas facetas científicas, y Félix Rodríguez de la Fuente (1928-1980), pionero de la divulgación conservacionista es España.
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