El criollo Antonio Calancha, rector que fue del Colegio Agustino de San Ildefonso de Lima, publica en 1638 una Crónica Moralizadora donde se recogen las virtudes de una droga, la quina, que servía para curar las entonces denominadas “fiebres intermitentes”.
Más tarde, en 1653, el jesuita Bernabé
Cobo (1580-1650) escribe una Historia del
Nuevo Mundo, que no ve la luz hasta el final del siglo XIX; fue publicada y
anotada, por el ilustre naturalista cartagenero Marcos Jiménez de la Espada
(1831-1898), en cuatro volúmenes que aparecieron entre 1890 y 1895. En la obra
se da noticia del “árbol de las calenturas” de esta manera:
“En los términos de la ciudad de Loja, diócesis de Quito, nace cierta casta de árboles grandes que tienen la corteza como de canela, un poco más gruesa, y muy amarga; la cual, molida en polvo, se da a los que tienen calenturas y con sólo este remedio se quitan. Hanse de tomar estos polvos en cantidad de peso de dos reales en vino o en cualquiera otro licor poco antes de que dé el frío. Son ya tan conocidos y estimados estos polvos no sólo en todas las Indias, sino en Europa, que con instancia los envían a pedir de Roma”.
La quina o quinquina es la corteza de un árbol que se conoce con el nombre de quino o cascarilla, y la quinina no es más que el alcaloide que se extrae de la citada corteza. Aunque hasta 1823, Pelletier y Caventou no descubrieron la quinina, las propiedades terapéuticas de esta sustancia se conocían desde antiguo. Así, desde el siglo XVII se sabía de su eficacia contra la malaria. El uso de la corteza del quino había pasado desde el Perú a España y después a diferentes países de Europa.
Es evidente que el árbol de la quina interesaba en los ambientes médicos, fundamentalmente por sus propiedades febrífugas y este fármaco fue acogido favorablemente desde muy pronto por los galenos españoles, influidos sin duda por el elogio que del mismo hicieron los influyentes médicos del siglo XVII: Gaspar Bravo de Sobremonte Ramírez, Gaspar Caldera de Heredia y Pedro Miguel de Heredia.
En siglo XVIII, en la población extremeña de Trujillo, donde la incidencia de la malaria es muy grande, ejerce el médico cacereño Félix Pacheco Ortiz. Fruto de su experiencia publica en Madrid, en 1731, un opúsculo sobre la malaria y el uso de la quina: Rayos de luz práctica con que Don Félix Pacheco Ortiz desvanece las sombras con que el Doctor Don Francisco Sanz, médico del Real Monasterio de Guadalupe intentó desvanecer y oscurecer la hipótesis de fiebres del Dr. Don Martín Martínez y hace resplandecer la particular hipótesis y debida curación de las fiebres intermitentes del Dr. Luis Enriquez su maestro.Treinta y dos años después, José Alsinet de Cortada lleva a la imprenta una monografía con el siguiente título: Nuevas indagaciones sobre la utilidad de la quina. El texto es fruto de la experiencia de este médico en la actual capital autonómica de Extremadura y en él podemos leer apuntes como el siguiente:
“En la antigua ciudad de Mérida de la que tuve el honor de ser primer Médico, suelen ser endémicas las fiebres periódicas de todas las costas, las que he curado siempre con el método que acabo de referir (la quina), de la que me ha resultado universal estimación. Era conocido en la Provincia y proclamado por el Médico de las Tercianas. Mi remedio o mi método fue buscado muchas veces de tierras bien distantes. Cuando se me ofrecían casos extraordinarios me llenaba de gozo, porque me eran otras tantas ocasiones de hacer ver la eficacia de la Quina, dada con mi método, seguro siempre de un suceso ut plurimum felicísimo”.
Pero no todos los galenos eran partidarios de la utilización de la quina, precisamente de esto se quejaba Celestino Mutis en una Representación a Carlos III, en 1764: “La utilísima quina, tesoro concedido únicamente a los dominios de Vuestra Majestad, en cuya mano está el distribuirla a las demás naciones bajo el mismo pie en que los holandeses distribuyen la canela de Ceilán, la quina, digo, a quien tienen un cierto horror injustamente concebido algunos médicos de Europa, por no haberse cuidado de separar la verdadera y reciente de la falsa y despreciable…”
Al acercarnos al último tercio del siglo XVIII se observa “un marcado interés por la frecuencia de los contagios y el generalizado uso de la corteza de quina en el tratamiento de los procesos febriles. La obra de mayor repercusión en la España de Carlos III y Carlos IV fue sin disputa la llevada a cabo por José Masdevall.En efecto, Masdevall publica en 1786, en Barcelona, un opúsculo que supone un testimonio directo para conocer la importancia de las fiebres y epidemias en la España de 1763 a 1786: Relación de las Epidemias de calenturas pútridas y malignas que en estos últimos años se han padecido en el Principado de Cataluña y principalmente la que descubrió el año pasado de 1783, en Lérida, Llano de Urgel.
Las graves epidemias de paludismo que afectaron al continente europeo en estos últimos años del siglo XVIII y el despertar científico de España hicieron que la quina fuera uno de los objetivos fundamentales de las expediciones promovidas por la Corona española. Así, la expedición a Nueva Granada de José Celestino Mutis y Bosio se concreta, en el aspecto quinológico, en la publicación de El Arcano de la Quina (aunque apareció veinte años después del fallecimiento del sabio gaditano) y la que Hipólito Ruiz y José Pavón realizaron a Chile y Perú sirvió para que el primero publicara en 1792 su Quinología o Tratado del Árbol de la Quina o Cascarilla, para que los dos botánicos llevaran a imprimir en 1801 el Suplemento a la Quinología y para que José Antonio Pavón escribiera la Nueva Quinología.Cualquier estudio sobre la quina era bien recibido ya que las peculiaridades de la corteza de la planta dependían de cada especie y ni los médicos por un lado, ni mucho menos los “mercaderes de cascarilla” por otro, sabían diferenciar especies y variedades.
“En los términos de la ciudad de Loja, diócesis de Quito, nace cierta casta de árboles grandes que tienen la corteza como de canela, un poco más gruesa, y muy amarga; la cual, molida en polvo, se da a los que tienen calenturas y con sólo este remedio se quitan. Hanse de tomar estos polvos en cantidad de peso de dos reales en vino o en cualquiera otro licor poco antes de que dé el frío. Son ya tan conocidos y estimados estos polvos no sólo en todas las Indias, sino en Europa, que con instancia los envían a pedir de Roma”.
La quina o quinquina es la corteza de un árbol que se conoce con el nombre de quino o cascarilla, y la quinina no es más que el alcaloide que se extrae de la citada corteza. Aunque hasta 1823, Pelletier y Caventou no descubrieron la quinina, las propiedades terapéuticas de esta sustancia se conocían desde antiguo. Así, desde el siglo XVII se sabía de su eficacia contra la malaria. El uso de la corteza del quino había pasado desde el Perú a España y después a diferentes países de Europa.
Es evidente que el árbol de la quina interesaba en los ambientes médicos, fundamentalmente por sus propiedades febrífugas y este fármaco fue acogido favorablemente desde muy pronto por los galenos españoles, influidos sin duda por el elogio que del mismo hicieron los influyentes médicos del siglo XVII: Gaspar Bravo de Sobremonte Ramírez, Gaspar Caldera de Heredia y Pedro Miguel de Heredia.
En siglo XVIII, en la población extremeña de Trujillo, donde la incidencia de la malaria es muy grande, ejerce el médico cacereño Félix Pacheco Ortiz. Fruto de su experiencia publica en Madrid, en 1731, un opúsculo sobre la malaria y el uso de la quina: Rayos de luz práctica con que Don Félix Pacheco Ortiz desvanece las sombras con que el Doctor Don Francisco Sanz, médico del Real Monasterio de Guadalupe intentó desvanecer y oscurecer la hipótesis de fiebres del Dr. Don Martín Martínez y hace resplandecer la particular hipótesis y debida curación de las fiebres intermitentes del Dr. Luis Enriquez su maestro.Treinta y dos años después, José Alsinet de Cortada lleva a la imprenta una monografía con el siguiente título: Nuevas indagaciones sobre la utilidad de la quina. El texto es fruto de la experiencia de este médico en la actual capital autonómica de Extremadura y en él podemos leer apuntes como el siguiente:
“En la antigua ciudad de Mérida de la que tuve el honor de ser primer Médico, suelen ser endémicas las fiebres periódicas de todas las costas, las que he curado siempre con el método que acabo de referir (la quina), de la que me ha resultado universal estimación. Era conocido en la Provincia y proclamado por el Médico de las Tercianas. Mi remedio o mi método fue buscado muchas veces de tierras bien distantes. Cuando se me ofrecían casos extraordinarios me llenaba de gozo, porque me eran otras tantas ocasiones de hacer ver la eficacia de la Quina, dada con mi método, seguro siempre de un suceso ut plurimum felicísimo”.
Pero no todos los galenos eran partidarios de la utilización de la quina, precisamente de esto se quejaba Celestino Mutis en una Representación a Carlos III, en 1764: “La utilísima quina, tesoro concedido únicamente a los dominios de Vuestra Majestad, en cuya mano está el distribuirla a las demás naciones bajo el mismo pie en que los holandeses distribuyen la canela de Ceilán, la quina, digo, a quien tienen un cierto horror injustamente concebido algunos médicos de Europa, por no haberse cuidado de separar la verdadera y reciente de la falsa y despreciable…”
Al acercarnos al último tercio del siglo XVIII se observa “un marcado interés por la frecuencia de los contagios y el generalizado uso de la corteza de quina en el tratamiento de los procesos febriles. La obra de mayor repercusión en la España de Carlos III y Carlos IV fue sin disputa la llevada a cabo por José Masdevall.En efecto, Masdevall publica en 1786, en Barcelona, un opúsculo que supone un testimonio directo para conocer la importancia de las fiebres y epidemias en la España de 1763 a 1786: Relación de las Epidemias de calenturas pútridas y malignas que en estos últimos años se han padecido en el Principado de Cataluña y principalmente la que descubrió el año pasado de 1783, en Lérida, Llano de Urgel.
Las graves epidemias de paludismo que afectaron al continente europeo en estos últimos años del siglo XVIII y el despertar científico de España hicieron que la quina fuera uno de los objetivos fundamentales de las expediciones promovidas por la Corona española. Así, la expedición a Nueva Granada de José Celestino Mutis y Bosio se concreta, en el aspecto quinológico, en la publicación de El Arcano de la Quina (aunque apareció veinte años después del fallecimiento del sabio gaditano) y la que Hipólito Ruiz y José Pavón realizaron a Chile y Perú sirvió para que el primero publicara en 1792 su Quinología o Tratado del Árbol de la Quina o Cascarilla, para que los dos botánicos llevaran a imprimir en 1801 el Suplemento a la Quinología y para que José Antonio Pavón escribiera la Nueva Quinología.Cualquier estudio sobre la quina era bien recibido ya que las peculiaridades de la corteza de la planta dependían de cada especie y ni los médicos por un lado, ni mucho menos los “mercaderes de cascarilla” por otro, sabían diferenciar especies y variedades.
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