José Torrubia es uno de los muchos desconocidos de la ciencia española. Nacido en Granada en 1698, a los 15 años profesó como franciscano y a los 22 se fue como misionero de su Orden a Filipinas, donde estuvo doce años, entre 1721 y 1733. Su estancia en las islas de Luzón y Mindanao las dedicó también al estudio, observación y descripción de muchos animales y fenómenos de la naturaleza.
En 1733 volvió a la Península al ser nombrado procurador
general para las Cortes franciscanas de Roma y Madrid, y realizó un viaje lleno
de incidentes. Así, tuvo que recalar en Acapulco primero y en la Habana
después. El caso es que el viaje termina en el puerto de Cádiz en julio de 1735
y en la metrópoli permanece diez años.
Diez años después viaja a Nueva España, recorre
Guatemala, Honduras y México y se opone a ir a Filipinas tras ser citado y
acusado por sus hermanos franciscanos de haber derrochado dinero en viajes, de
imprimir sus propios libros sin permiso y de no haberse ocupado
convenientemente de sus obligaciones como misionero.
En 1749 emprendió un viaje por diversos países
europeos, en los que trabó contacto con naturalistas prestigiosos de la época y
donde conoció algunos de los mejores Museos de Ciencias Naturales: la
Metallotheca vaticana, el romano Musaeum Kircherianum, el Musaeum Metallicum de
Bolonia, etc.
Metallotheca vaticana |
En 1750 vuelve a Madrid al ser nombrado Archivero y Cronista General de la Orden franciscana. Cuenta Torrubia que cuando en este viaje hizo un alto para comer en la villa de Anchuela, en el señorío de Molina de Aragón (en la actual provincia de Guadalajara), una niña que estaba jugando le enseñó “cinco piedras notablemente figuradas”, las cuales examinó y determinó que eran “cinco conchas enteras, que cada cual unía íntimamente a su compañera”. Fue llevado a la Sierra donde recogió mucho material similar. Su estudio le llevó a proponer sus hipótesis diluvistas sobre el origen de las "petrificaciones".
Escribió varios libros de carácter religioso
que fueron publicados en las provincias de Ultramar, Italia y España. Sin
embargo, su formación intelectual y los objetos de cualquier índole que recogió
en sus viajes hicieron que el franciscano escribiera una serie de disertaciones
científicas. De éstas, la obra más destacada apareció en Madrid en 1754; se
trata del Aparato para la Historia
Natural Española, texto que las autoridades religiosas vieron con buenos
ojos, en la medida que tiene dos aprobaciones, una censura y tres licencias religiosas.
En primer lugar, hay que destacar que Torrubia tiene un
perfecto conocimiento de la ciencia que al respecto se hace en Europa y así, en
el Aparato, cita a los científicos
más sobresalientes de su tiempo: Nicolás Stensen (Stenon) (1638-1689), Karl Linneo
(1707-1778) y sobre todo el francés conde de Buffon, Jean Louis Leclerc
(1707-1788).
No obstante, la característica más destacada
del Aparato para la Historia Natural
Española es que constituye el primer tratado español de paleontología,
aunque la obra, por el año en el que se escribe y por las características de su
autor, tiene una impronta religiosa. El texto del franciscano posee una
importancia muy significativa ya que en el siglo XVIII se conocían en el mundo
muy pocos yacimientos fósiles: unos 500 en Europa, uno en América y casi 40
entre Asia y Oceanía.
En este Aparato,
unas de las aportaciones más importantes del franciscano es la de considerar
orgánicas las “piedras notablemente figuradas” que había encontrado en España,
Filipinas y en Suramérica, aunque, como no era demasiado raro en su tiempo, defiende el origen diluviano estos restos fosilizados. En
la obra de Torrubia se describen fósiles, como Ammonites, Bivalvos,
Brachiópodos, Trilobites y otros grupos. Para el granadino son restos de
animales y plantas cubiertos por el fango después del Diluvio Universal.
El Aparato para la Historia Natural Española tuvo un cierto eco en Europa, ya que se publicaron
reseñas de la obra en revistas científicas inglesas y francesas, las cuales
criticaron ásperamente al autor, muy especialmente por los argumentos de
Torrubia a favor de la existencia antidiluviana de una raza humana de gigantes,
algo que también chocaba con las ideas del benedictino Benito Jerónimo Feijóo
(1676-1764). Sin embargo, estas leyendas las defendía Torrubia basándose en los
grandes huesos fosilizados encontrados en el Nuevo Mundo, las leyendas
existentes contadas por los cronistas de las Indias y algunos fragmentos que se
pueden leer en el libro del Génesis.
Así, Hernán Cortés (1485-1547) envió desde México molares y restos óseos de
gran tamaño, José Acosta (1540-1600) también describe en su obra restos de
animales enormes, el naturalista Johann Jakob Scheuchzer (1672-1733) escribe
sobre un esqueleto gigante humano y prediluviano.
Asimismo, la primera parte del Aparato para la Historia Natural Española se tradujo al alemán en 1773.
Además, las ideas de Torrubia sobre los gigantes fueron atacadas duramente por un autor anónimo que resultó ser un hermano de su Orden. El resultado de este ataque, acaecido en Nápoles, fue una polémica que se imprimió en una obra que vio la luz poco antes del fallecimiento del granadino: La Gigantología spagnola vendicata (1760).
Torrubia murió en Roma el 17 de abril de 1761, a los 63 años.
No hay comentarios:
Publicar un comentario