La Ecología como disciplina científica nació en los últimos años del siglo XIX; estrictamente hablando, la palabra ecología fue empleada por primera vez por el biólogo alemán Ernest Haeckel (1834-1919) en un texto de zoología que publicó en 1866. Sin embargo, en el siglo XX muchas personalidades científicas expusieron algunas ideas que podemos considerar precursoras de lo que en la actualidad conocemos como conservacionismo.
Antes del Setecientos parece claro que
hay fuertes impedimentos para que las opiniones sobre la conservación del mundo
natural tengan cobijo entre los intelectuales ya que, de una forma bastante
general, la naturaleza es conocida desde un punto de vista descriptivo, lo que
es inapropiado para comprender el impacto humano en los ecosistemas.
Probablemente, y refiriéndonos al ámbito español, ya el siglo XVIII permite el
desarrollo de proyectos a favor de la conservación de la naturaleza.
El siglo XVII es el de la revolución científica, son años en los que los grandes avances en casi todos los ámbitos de la ciencia hacen cambiar las ideas del hombre respecto del medio, pero hasta la centuria ilustrada no afloran orientaciones conservacionistas porque, entre otras cosas, comienza a verse el final de los recursos naturales. También algunos vislumbran la influencia recíproca entre los seres vivos y el medio donde habitan y, finalmente, otros pioneros de la ecología dan explicaciones sobre las consecuencias derivadas de la alteración del medio natural.
No podemos decir que se produzca una
movilización social por razones ecológicas pero, por parte de algunos
intelectuales, se apuntan algunas ideas que rompen con los conceptos
establecidos. En España, hacia la mitad del siglo, el erudito benedictino fray
Martín Sarmiento (1695-1772) escribía sobre la decadencia de las almadrabas en
su obra, De los Atunes y de sus
transmigraciones (1757); en ella, criticaba la situación en la que podían
encontrarse las almadrabas por una pesca excesiva ya que el "modo de
pescar mucho es el peor modo de pescar y apurar la pesca. ¿Qué culpa tendrá el
tiempo de que la avaricia rompa el saco?”. Con la misma orientación, otro
ilustrado, José Cornide y Saavedra (1734-1803), en su Informe a la Real Sociedad Compostelana sobre el uso de a Jávega, que
data de 1786, se lamentaba de que el
exceso de pesca había terminado con algunos animales: "¿Qué se ha hecho de
tantas especies que conocieron los antiguos y de que ya no tenemos
noticia?".
Paralelamente a todo lo anterior, se dan los primeros pasos en cuanto a la conservación de los bosques. Comienza a preocupar la pérdida de masa vegetal y algunos científicos realizan consideraciones muy modernas. Uno de los más importantes botánicos españoles, el sacerdote Antonio José Cavanilles (1745-1804), se lamentaba del poco cuidado a la hora de mantener los pinos del Reino de Valencia porque en los bosques los malintencionados hacen quemas maliciosamente (lo de quemar los bosques parece de siempre).
Asimismo, durante el siglo XVIII cambia
la imagen que se tiene del medio natural. La estética de la época contempla con
asombro y admiración las hileras de árboles y las ordenadas plantaciones de los
huertos. Así, la mayor parte de los intelectuales ilustrados ven la belleza de
su entorno como resultado de la acción del hombre, de manera que la naturaleza
será tanto más hermosa cuanto más le muestre sometimiento. Vemos, pues, una
estética que se aleja considerablemente de lo que, en este sentido,
consideramos bello en la actualidad.
Así, el viajero y naturalista, de origen irlandés, Guillermo Bowles (1721-1780) —contratado por el Estado para dirigir varias instituciones científicas—, describe, en 1775, el magnífico desfiladero de Pancorbo en una muy interesante Introducción a la historia natural y a la geografía física de España (1775). En esta obra se pueden leer sugestivas imágenes que nos muestran una estimación de la naturaleza alejada de las concepciones de la actualidad y, por ejemplo, cuando nos relata cómo es el referido desfiladero dice: “Es el paraje más horroroso que he visto en España, porque parece que las peñas se quieren caer encima; y en efecto , muchas veces se desploman de lo alto pedazos de ellas que ponen el camino impracticable, y otras se ven amenazando encima de suerte que meten miedo”.Esta forma de contemplar el paisaje, ajeno a la mentalidad de hoy, no debe de extrañarnos porque, la belleza está condicionada por la cultura y, por tanto, por la actividad humana; y es que al hombre del XVIII le admira el orden de una hilera de olivos o de naranjos o de las plantas en la huerta porque lo que le encanta es el resultado de la labor humana. Así, y para confirmar lo anterior, podemos atisbar en algunos científicos españoles de esos años los conceptos relativos a la alteración del equilibrio natural como consecuencia de la explotación excesiva realizada por el hombre. De esta manera, el médico postilustrado Blas Llanos, escribía un opúsculo en 1825 titulado Memoria sobre los medios de mejorar el clima de Madrid, restablecer su salubridad y fertilidad, en el que consideraba los efectos ambientales de la deforestación y escribía: "el primer efecto de la devastación de los bosques, dehesas y montes, es la disminución de las aguas de las fuentes, ríos y arroyos, y la aridez y sequedad de la tierra; que es evidente el influjo y armonía que tienen los árboles con la atmósfera, y de consiguiente con el clima, la sanidad y fertilidad de los pueblos".
En fin, aún debían pasar muchos años antes de que estos primeros pasos ecológicos se transformaran en las zancadas que parece dar hoy el conservacionismo.
El siglo XVII es el de la revolución científica, son años en los que los grandes avances en casi todos los ámbitos de la ciencia hacen cambiar las ideas del hombre respecto del medio, pero hasta la centuria ilustrada no afloran orientaciones conservacionistas porque, entre otras cosas, comienza a verse el final de los recursos naturales. También algunos vislumbran la influencia recíproca entre los seres vivos y el medio donde habitan y, finalmente, otros pioneros de la ecología dan explicaciones sobre las consecuencias derivadas de la alteración del medio natural.
Martín Sarmiento |
Paralelamente a todo lo anterior, se dan los primeros pasos en cuanto a la conservación de los bosques. Comienza a preocupar la pérdida de masa vegetal y algunos científicos realizan consideraciones muy modernas. Uno de los más importantes botánicos españoles, el sacerdote Antonio José Cavanilles (1745-1804), se lamentaba del poco cuidado a la hora de mantener los pinos del Reino de Valencia porque en los bosques los malintencionados hacen quemas maliciosamente (lo de quemar los bosques parece de siempre).
Antonio José Cavanilles |
Así, el viajero y naturalista, de origen irlandés, Guillermo Bowles (1721-1780) —contratado por el Estado para dirigir varias instituciones científicas—, describe, en 1775, el magnífico desfiladero de Pancorbo en una muy interesante Introducción a la historia natural y a la geografía física de España (1775). En esta obra se pueden leer sugestivas imágenes que nos muestran una estimación de la naturaleza alejada de las concepciones de la actualidad y, por ejemplo, cuando nos relata cómo es el referido desfiladero dice: “Es el paraje más horroroso que he visto en España, porque parece que las peñas se quieren caer encima; y en efecto , muchas veces se desploman de lo alto pedazos de ellas que ponen el camino impracticable, y otras se ven amenazando encima de suerte que meten miedo”.Esta forma de contemplar el paisaje, ajeno a la mentalidad de hoy, no debe de extrañarnos porque, la belleza está condicionada por la cultura y, por tanto, por la actividad humana; y es que al hombre del XVIII le admira el orden de una hilera de olivos o de naranjos o de las plantas en la huerta porque lo que le encanta es el resultado de la labor humana. Así, y para confirmar lo anterior, podemos atisbar en algunos científicos españoles de esos años los conceptos relativos a la alteración del equilibrio natural como consecuencia de la explotación excesiva realizada por el hombre. De esta manera, el médico postilustrado Blas Llanos, escribía un opúsculo en 1825 titulado Memoria sobre los medios de mejorar el clima de Madrid, restablecer su salubridad y fertilidad, en el que consideraba los efectos ambientales de la deforestación y escribía: "el primer efecto de la devastación de los bosques, dehesas y montes, es la disminución de las aguas de las fuentes, ríos y arroyos, y la aridez y sequedad de la tierra; que es evidente el influjo y armonía que tienen los árboles con la atmósfera, y de consiguiente con el clima, la sanidad y fertilidad de los pueblos".
En fin, aún debían pasar muchos años antes de que estos primeros pasos ecológicos se transformaran en las zancadas que parece dar hoy el conservacionismo.
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