Soldado del espíritu, el investigador defiende a su patria con el microscopio, la balanza, la retorta o el telescopio (Santiago Ramón y Cajal)

20 abril, 2025

Buscando ciencia en "El hereje"... de Miguel Delibes (y II)

 

En la obra de Delibes asiste al parto el doctor Almenara, algo bastante infrecuente en el siglo XVI. En este momento es cuando el novelista nos describe los complementos del médico: “…mientras que don Francisco de Almenara, con su loba de terciopelo oscuro y su maletín negro en la mano de la esmeralda, accedía por la puerta principal”. 

Algo semejante a lo que podemos leer en el Libro de todas las cosas y otras muchas más con la Aguja de navegar cultos de Francisco de Quevedo, que nos hace una descripción de toda la parafernalia que los acompañaba: iban siempre en mulas de alquiler, solían llevar guantes grandes, mostraban gran sortija en el pulgar, etc.: “Si quieres ser famoso médico, lo primero linda mula, sortijón de esmeralda en el pulgar, guantes doblados, ropilla larga y, en verano, sombrero de tafetán; y en teniendo esto, aunque no hayas visto libro, curas y eres doctor.” 


Generalmente, en el mejor de los casos, el parto era asistido por una partera pero en la novela atienden a doña Catalina el médico y la comadre. El marido espera fuera de la habitación, por recomendación de aquél, y la comadre, Victoria, prepara a la parturienta agua de artemisa primero y ruibarbo después.

El agua de artemisa era una cocción muy utilizada desde antiguo y de ella nos da noticia Dioscórides. El médico segoviano Andrés Laguna (ca. 1510-1559) —en su difundidísima obra en la que comenta los textos del médico de la Antigüedad citado antes— nos dice que sirve “para desopilar la madre” o lo que es igual desobstruir el útero. En la práctica terapéutica de la época, la purga era de gran importancia y una de las especies vegetales más utilizadas para tal fin era una planta americana, el ruibarbo, a la que los científicos denominan Convolvulus mechoacan. Creo interesante anotar que el ruibarbo, al que los exploradores del continente americano llamaron “mechoacán”, fue descrito con todo lujo de detalles en 1565 por el médico y naturalista sevillano Nicolás Bautista Monardes (ca.1493-1588), que lo definió como “purga excelentísima”. Además, si consultamos el Tesoro de la lengua castellana (1611), de Sebastián de Covarrubias, comprobaremos que el ruibarbo es considerado una modernidad en el siglo XVII y es definido como una “raíz con que los médicos modernos purgan a los enfermos”. Por todo ello considero que en este parto, de 1517, es poco probable que se pudiera utilizar para mover el vientre ruibarbo, una planta que tuvo una gran difusión como purgante desde los últimos años del siglo XVI. 

Después, como el parto se alargaba, colocaron a la paciente en la silla de partos, “un artefacto de madera y cuero, el asiento más bajo que los soportes de las piernas y dos correas en los brazos donde debería agarrarse la paciente para hacer fuerza”. Por fin nació un varón pero Catalina tuvo calenturas y Almenara admitió que “podía tratarse del mal de madre [matriz]” y es entonces cuando entra en acción un barbero cirujano llamado Gaspar Laguna para sangrarla. 

Pedacio Diosorides Anazarbeo
de Andrés Laguna

Los cirujanos de los siglos XV y XVI no tenían una enseñanza reglamentada, si bien para poder ejercer como tales debían justificar haber practicado durante cuatro años en algún hospital, o población donde hubiera un cirujano. Aunque en casi toda Europa había una significativa diferencia intelectual entre médicos y cirujanos, en España e Italia esas dos profesiones se acercaron científicamente de tal manera que en algunas localidades había escuelas de cirujanos gobernadas por médicos, se crearon cátedras de cirugía en importantes universidades españolas e italianas y hubo profesionales de la medicina dedicados a esa especialidad.

Delibes no dice nada cómo el cirujano Gaspar Laguna practicó la sangría pero es probable que no difiriera mucho de la que Estebanillo González nos relata en su obra autobiográfica y picaresca: Vida y hechos de Estebanillo González. Hombre de buen humor. Compuesto por él mesmo (1646). Estebanillo estuvo de aprendiz de cirujano y ocupaba “los ratos libres en leer unos libros que tenía de cirugía”. Después, marchó al hospital de Santiago de los Españoles, hospital militar construido por Pedro de Toledo, donde dijo que era “barbero y cirujano examinado, y no de los peores en aquel arte” y donde realizó una sangría de esta manera:

“Ofrecióse una sangría el mismo día que entré en la dignidad, y el cirujano, por hacer prueba de mí, me la encomendó. Yo, llegándome a la cama del enfermo, le arremangué el brazo derecho, y estregándoselo suavemente, le di garrote con un listón de un zapato que haba pescado a una moza de un ventorrillo en el discurso del camino.  Saqué la lanceta, y por haber leído, cuando andaba trashojando los libros de mi postrer amo, que para ser buena la sangría era necesario romper bien la vena, adestrado de ciencia y no de experiencia, la rompí tan bien, que más pareció la herida lanzada de moro izquierdo que lanceta de barbero derecho. Al fin, salí tan bien della, que solamente quedó el doliente manco de aquel brazo y sano del izquierdo, por no haber llegado a él la punta de mi acero, de que Dios libre a todo fiel cristiano.”


Volviendo a la obra de Delibes. Catalina no mejora con la sangría y por eso el doctor Almenara propone que le administren la triaca magna, una medicina cara que se “hace con más de cincuenta elementos distintos”. En efecto, la triaca era un preparado farmacéutico usado de antiguo y constituido por muchos ingredientes, de los que el más importante era el opio. Parece que la fórmula de la triaca se debe a Andrómaco, médico de Nerón; su composición fue estudiada por Galeno y fue motivo de discusión entre los profesionales de la botica hasta el siglo XVIII. Catalina no probó la triaca, murió antes.


En la obra de Delibes se nos describe el ambiente próximo a la Mancebía de la Villa. Unas “pobres niñas de cuatro y cinco años, con los rostros cubiertos de bubas, pedían limosna”. Y dentro de esa mancebía, Bernardo Salcedo relata su percepción de cómo era la situación en el Valladolid del primer cuarto del siglo XVI: “…la villa está podrida de sífilis. Más de la mitad de la ciudad la padece. ¿No ha visto a los niños por la calle de Santiago? Todos están llenos de incordios y bubas. Valladolid se lleva la palma de las enfermedades asquerosas.” Y en otro momento: “¿Ha visto usted cómo están las calles de la villa de mendigos llenos de escrófulas?”. 


Libro de Fracastoro
sobre la sífilis

La sífilis fue una de las enfermedades “nuevas” del siglo XVI; nueva porque no había sido descrita por los médicos de la Antigüedad y nueva porque no se nombra como tal hasta 1493 y 1494, donde aparece de forma epidémica. En 1530, el veronés Jerónimo Fracastoro (1478-1553), médico del Concilio de Trento, publica un conocido tratado que da nombre a la sífilis; son más de 1.300 versos los que forman un poema titulado Syphilidis sive de morbo gallico, en el que describe la enfermedad, trata de los remedios y explica su origen americano. La sífilis ha tenido muchas sinonimias, se ha llamado también mal venéreo, bubas, paturra, pasión torpe saturnina, mal serpentino, mal de Nápoles, mal italiano, mal francés, mal gálico, mal portugués, mal castellano, etc. Pero de lo que no cabe duda es de que nadie, ni en Valladolid ni en ningún otro lugar se podía llamar sífilis a enfermedad, por la sencilla razón de que el poema de Fracastoro, que da nombre al mal, se publicó en 1530, más de dos lustros después de que Bernardo Salcedo diga que Valladolid “está podrida de sífilis”. Es más, mucho después, el mal francés no aparece con ese nombre en la mayor parte de los textos. Por ejemplo: en el Retrato de la lozana andaluza (1528) de Francisco Delicado hay abundantes referencias a la sífilis, a la que se llama “mal de Francia”, “mal francorum”, “mal de Nápoles”, “mal incurable”…; el Sumario de la Natural Historia de las Indias (1526), del madrileño Gonzalo Fernández de Oviedo (1478-1557), primero de los cronistas que da noticias del origen americano de la enfermedad, la llama "mal de búas"; poco después, el cirujano Ruy Díaz de Isla escribió el Tractado llamado fructo de todos los santos: contra el mar serpentino, venido de la isla Española (1539); más tarde, el ya citado Nicolás Monardes (ca.1493-1588) escribió una Historia Medicinal de las cosas que se traen de nuestras Indias Occidentales (1574) en la que explicaba el origen de las “bubas”.

Volvemos a El hereje. Para tratar el “mal gálico”, en el Hospital de San Lázaro de Valladolid se practicaba la “cura de calor” y el factótum del almacén de Bernardo, Dionisio Manrique, lo explica de esta guisa: “Se cierran puertas y ventanas y se inunda la habitación en penumbra de vapores de guayaco. A los enfermos se los cubre de frazadas y se encienden junto a sus camas estufas y braseros a fin de que suden todo lo posible. Dicen que con calor y dieta sobria basta con treinta días de tratamiento. Las bubas desaparecen”.

La terapéutica sobre la sífilis en los siglos XVI y XVII estaba dividida entre los “yerberos” y los “metalistas”. Los primeros eran partidarios de los de remedios proporcionados por la naturaleza americana: cocciones de guayaco o palosanto, china y la zarzaparrilla principalmente; los metalistas preferían utilizar unciones y baños con mercurio y compuestos mercuriales. La utilización de los preparados de mercurio para aliviar la enfermedad provocaba unos síntomas tan desagradables en el paciente, que se usaron más frecuentemente los remedios vegetales; a fin de cuentas, de acuerdo con la concepción médica de la época, si la enfermedad tenía su origen en el Nuevo Continente debía de curarse con productos de esa tierra.


No hay comentarios:

Publicar un comentario