Soldado del espíritu, el investigador defiende a su patria con el microscopio, la balanza, la retorta o el telescopio (Santiago Ramón y Cajal)

01 octubre, 2012

Ramón y Cajal y Echegaray


En 1907 la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales crea, a propuesta de Santiago Ramón y Cajal, la “Medalla Echegaray” para honrar la memoria del que fuera su presidente y para servir de acicate a todos los hombres de la cultura. Esta distinción la recibieron, además del matemático (y dramaturgo) a la que debe su nombre, en 1910, el arabista Eduardo Saavedra, en 1913 S.A.R. el Principe Alberto I de Mónaco (fundador del Museo Oceanográfico), en 1916 el ingeniero Leonardo Torres Quevedo, tres años más tarde el químico Svante Arrhenius, en 1922 el histólogo Santiago Ramón y Cajal, en 1925 el profesor Hendrick A. Lorenz, en 1928 el zoólogo Ignacio Bolívar, etc.

En mayo de 1922 Santiago Ramón y Cajal recibe la Medalla Echegaray y pronuncia un discurso titulado “La Medalla Echegaray y los hombres de ciencia” cuyas primeras palabras no son más que una de las muchas muestras de admiración por el matemático y que constituyen una perfecta síntesis de la labor realizada por el madrileño:
“Notorio es que uno de los fines perseguidos por nuestra Academia al fundar el premio Echegaray fue conservar y enaltecer la memoria de un sabio bonísimo y genial de peregrinas y multilaterales aptitudes. Repitiendo un pensamiento vulgar, diríase que las hadas prodigaron a nuestro inolvidable don José todas las gracias: elocuencia subyugadora; intelecto agudísimo y generalizador; ansia irrefrenable de aprender y de enseñar; don de expresar por escrito y en lenguaje esmaltado de pensamientos brillantes y de comparaciones felicísimas, las más abstrusas teorías e invenciones; soberana aptitud para la ciencia del cálculo; bondad sólo equiparable con su modestia, y, en fin, por, tenerlo todo, salud robusta, física y mental, conservada en bien de la enseñanza hasta la hora de su muerte. Porque harto lo sabéis: la vida de Echegaray no tuvo ocaso. Tan propicios le fueron los hados, que le preservaron piadosos de las decadencias, regresiones y tristezas de la decrepitud, suplicios intolerables para los espíritus fuertes que no comprenden la vida sin acción, ni apetecen más deleites que los asociados al severo cumplimiento del deber y a la soberana función de escrutar los enigmas de la naturaleza. Yo, que aprendí a admirarle desde muy joven, con ocasión de sus brillantes discursos políticos en las Cortes Constituyentes, troqué mi admiración en fanatismo, allá por el año 1883, cuando, siendo a la sazón profesor en Valencia, devoré su maravilloso libro titulado Teorías modernas de la Física, muy superior a las celebradas obras de vulgarización de Tyndall, en Inglaterra, y de J. H. Fabre, en Francia. Y siempre seguí su carrera de triunfos profesionales, políticos, literarios y científicos, con noble envidia y creciente asombro. Era incuestionablemente el cerebro más fino y exquisitamente organizado de la España del siglo XIX. Él lo fue todo, porque podía serlo todo: ministro, orador, hacendista, maestro, escritor, dramaturgo, investigador, etc. ¡Lástima que las brutales y tiránicas exigencias de la vida no le permitieran desplegar sus estudios de física, que fue, según es notorio, el amor de sus amores y la ocupación favorita de su apacible y serena senectud! Así y todo, su obra científica -descuento el magno repertorio teatral, el más copioso, intenso y original que poseemos desde Calderón y Lope de Vega-, con sus maravillosas lecciones de física matemática, y sus libros de vulgarización quedarán para la posteridad como modelos insuperables. Sea este recuerdo ofrenda fervorosa del modesto admirador al maestro incomparable”.

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