En
1907 la Real Academia
de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales crea, a propuesta de Santiago Ramón y
Cajal, la “Medalla Echegaray” para honrar la memoria del que fuera su
presidente y para servir de acicate a todos los hombres de la cultura. Esta
distinción la recibieron, además del matemático (y dramaturgo) a la que debe su
nombre, en 1910, el arabista Eduardo Saavedra, en 1913 S.A.R. el Principe
Alberto I de Mónaco (fundador del Museo Oceanográfico), en 1916 el ingeniero
Leonardo Torres Quevedo, tres años más tarde el químico Svante Arrhenius, en
1922 el histólogo Santiago Ramón y Cajal, en 1925 el profesor Hendrick A.
Lorenz, en 1928 el zoólogo Ignacio Bolívar, etc.
En
mayo de 1922 Santiago Ramón y Cajal recibe la Medalla Echegaray
y pronuncia un discurso titulado “La Medalla Echegaray
y los hombres de ciencia” cuyas primeras palabras no son más que una de las
muchas muestras de admiración por el matemático y que constituyen una perfecta
síntesis de la labor realizada por el madrileño:
“Notorio
es que uno de los fines perseguidos por nuestra Academia al fundar el premio
Echegaray fue conservar y enaltecer la memoria de un sabio bonísimo y genial de
peregrinas y multilaterales aptitudes. Repitiendo un pensamiento vulgar,
diríase que las hadas prodigaron a nuestro inolvidable don José todas las
gracias: elocuencia subyugadora; intelecto agudísimo y generalizador; ansia
irrefrenable de aprender y de enseñar; don de expresar por escrito y en
lenguaje esmaltado de pensamientos brillantes y de comparaciones felicísimas,
las más abstrusas teorías e invenciones; soberana aptitud para la ciencia del
cálculo; bondad sólo equiparable con su modestia, y, en fin, por, tenerlo todo,
salud robusta, física y mental, conservada en bien de la enseñanza hasta la
hora de su muerte. Porque harto lo sabéis: la vida de Echegaray no tuvo ocaso.
Tan propicios le fueron los hados, que le preservaron piadosos de las
decadencias, regresiones y tristezas de la decrepitud, suplicios intolerables
para los espíritus fuertes que no comprenden la vida sin acción, ni apetecen
más deleites que los asociados al severo cumplimiento del deber y a la soberana
función de escrutar los enigmas de la naturaleza. Yo, que aprendí a admirarle
desde muy joven, con ocasión de sus brillantes discursos políticos en las
Cortes Constituyentes, troqué mi admiración en fanatismo, allá por el año 1883,
cuando, siendo a la sazón profesor en Valencia, devoré su maravilloso libro
titulado Teorías modernas de la
Física , muy superior a las celebradas obras de vulgarización
de Tyndall, en Inglaterra, y de J. H. Fabre, en Francia. Y siempre seguí su
carrera de triunfos profesionales, políticos, literarios y científicos, con
noble envidia y creciente asombro. Era incuestionablemente el cerebro más fino
y exquisitamente organizado de la
España del siglo XIX. Él lo fue todo, porque podía serlo
todo: ministro, orador, hacendista, maestro, escritor, dramaturgo,
investigador, etc. ¡Lástima que las brutales y tiránicas exigencias de la vida
no le permitieran desplegar sus estudios de física, que fue, según es notorio,
el amor de sus amores y la ocupación favorita de su apacible y serena senectud!
Así y todo, su obra científica -descuento el magno repertorio teatral, el más
copioso, intenso y original que poseemos desde Calderón y Lope de Vega-, con
sus maravillosas lecciones de física matemática, y sus libros de vulgarización
quedarán para la posteridad como modelos insuperables. Sea este recuerdo
ofrenda fervorosa del modesto admirador al maestro incomparable”.
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