Soldado del espíritu, el investigador defiende a su patria con el microscopio, la balanza, la retorta o el telescopio (Santiago Ramón y Cajal)

07 febrero, 2023

Viajamos en el tiempo

 La mayor parte de la gente cree que la hipotética máquina del tiempo apareció por primera vez  en la literatura en la novela, del mismo nombre, de Herbert George Wells (1866-1946). El protagonista de la aventura del escritor británico, que se publica en 1895, viaja al año 802701 y contempla un mundo dramático. No obstante, antes de que Wells escribiera su obra, un madrileño llamado Enrique Gaspar y Rimbau (1842-1902) conjeturó un viaje en el tiempo con su novela de 1887: El anacronópete.

Enrique Gaspar era hijo de actores y a los 6 años la familia se trasladó a Valencia, ciudad donde realizó estudios de Humanidades y Filosofía que no finalizó. Trabajó en una oficina bancaria y a los veintiún años marchó a Madrid y se dedicó a escribir obras de teatro social como Corregir al que yerra (1860) y novelas entre las que se pueden citar  El estómago (1874), La huelga de hijos (1893), etc. Sin embargo, ni unas ni otras tuvieron eco más allá del reconocimiento de algunos críticos. Desde los veintisiete años, Gaspar ejerció como cónsul en Cette, Atenas, Saint-Nazarie, Macao, Cantón y Hong-Kong. En 1885 regresó a Europa, a las ciudades francesas de Olorón, Perpiñán y Marsella.

Durante su vida publicó numerosos artículos en las principales publicaciones del momento: Blanco y Negro,  La Ilustración Española, La Época y otras.Desde 1876 trató y leyó la obra del astrónomo y divulgador científico francés Camille Flammarion (1842 -1925), detalle interesante que probablemente explica el acercamiento del madrileño a la ciencia ficción.
La primera versión de El anacronópete, es un libreto de zarzuela... al que nadie puso música y que, por ello, acabó siendo la novela que pocos conocen. Fue escrito hacia 1880 y tenía el subtítulo siguiente: Viaje atrás verificado en el tiempo desde el último tercio del siglo XIX hasta el caos y dividido en tres jornadas y trece cuadros. Después, la obra fue olvidada y reeditada en el año 2000. En nuestro siglo ha habido varias ediciones en nuestro país y otra en Inglaterra.
 A diferencia de la novela de Wells, la máquina de la novela de Gaspar sólo puede viajar al pasado. De ahí la etimología del aparato: del griego aná, “hacia atrás”; cronos, “tiempo”, y petes,  “el que vuela”.
En la obra, Sindulfo García, doctor en ciencias exactas, inventa una máquina del tiempo y con su amigo Benjamín y otros personajes, viajan hacia atrás en el tiempo viviendo muchos sucesos interesantes: desde la Comuna parisina a la creación del Universo pasando por la China del siglo III d.C. y el último día de Pompeya.
Una ilustración de la obra de 1887
En la novela de Gaspar, en un simposio científico en París, Sindulfo explica cómo va a realizar su viaje. La máquina se mueve en el aire, en sentido contrario a la rotación de la Tierra (igual que Superman en 1978), a una velocidad de 80.000 km/s de manera que cada 24 horas “yo puedo desandar 480 años en el pasado”.
Esta explicación es interesante, no porque tenga un valor acreditado, sino porque se le presenta al lector como algo posible. Y es que, en toda la novela, el lector de finales del siglo XIX es capaz de aceptar, grosso modo, las explicaciones “científicas” que se dan, que no son pocas. Hay que tener en cuenta que en  muchas obras en las que se viaja en el tiempo, los creadores no se aventuraron a dar explicación científica alguna del deambular de sus protagonistas. Ni en Un yanqui en la corte del rey Arturo (1889), de Mark Twain, ni en Noticias de ninguna parte (1891), de William Morris, ni en otras.
¿Cuáles son las consecuencias del viaje? El inventor explica que, al retroceder en el tiempo, no es posible rejuvenecer ya que ha creado un líquido de su invención: el navegante “se ha hecho inalterable merced a unas corrientes de un fluido de mi invención. (...) Pues así como pueden guardarse sardinas frescas para el porvenir, me garantizo del ayer que constituye mi mañana”. El fluido se llama, obviamente,  “Fluido García”.
También, durante el viaje, Sindulfo discute sobre las consecuencias que se pueden producir al alterar la realidad: “Nosotros podemos asistir como testigos presenciales a los hechos consumados en los siglos precedentes; pero nunca destruir su existencia. Más claro; nosotros desenvolvemos el tiempo, pero no lo sabemos anular. Si el hoy es una consecuencia del ayer y nosotros somos ejemplares vivos del presente, no podemos, sin suprimirnos, aniquilar una causa de que somos efectos reales. Un símil le patentizará a usted mi teoría. Figúrese usted que usted y yo somos una tortilla hecha con huevos puestos en el siglo VIII. ¿No existiendo los árabes, que son las gallinas, existiríamos nosotros?”.
Aunque pueda sorprender, este madrileño que vivió pocos años en Valencia, tiene una calle en el distrito Campanar, en el barrio Les Tendetes de la capital de la Comunidad. Y está muy bien que en el callejero de nuestras ciudades figuren las personas que han destacado por alguna razón. En Madrid, donde nació Enrique Gaspar y Rimbau, no hay calle alguna dedicada al autor de El anacronópete; creo que tampoco en ninguna población española. Pero lo que me ha sorprendido es que el rótulo de la calle ha valencianizado su nombre. Quizá, Gaspar hablaba valenciano en la... intimidad.


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