Los ilustrados son especialmente firmes partidarios de la capacidad transformadora de la educación; la educación empieza a ser valorada en su justa medida. En este sentido, la labor de Gaspar Melchor de Jovellanos (1744-1811) tiene una importancia capital y sus aportaciones son extremadamente lúcidas. El sugerente título de su discurso de 1794: Oración sobre la necesidad de unir el estudio de la literatura al de las ciencia es un ejemplo espléndido del impulso didáctico-pedagógico intentado por el asturiano. En él recomienda que los hombres de ciencia tengan una formación humanística: “Si las ciencias esclarecen el espíritu, la literatura le adorna; si aquéllas le enriquecen, ésta pule y avalora sus tesoros; las ciencias rectifican el juicio y le dan exactitud y firmeza; la literatura le da discernimiento y gusto y le hermosea y perfecciona”; y más adelante, “Ellas nos presentan las ciencias empleadas en adquirir y atesorar ideas, y la literatura en enunciarlas; por las ciencias alcanzamos el conocimiento de los seres que nos rodean, columbramos su esencia, penetramos sus propiedades, y levantándonos sobre nosotros mismos, subimos hasta su más alto origen. Pero aquí acaba su ministerio y empieza el de la literatura, que después de haberlas seguido en su rápido vuelo, se apodera de todas sus riquezas, les da nuevas formas, las pule y engalana, y las comunica y difunde, y lleva de una en otra generación”.
Poco antes de iniciarse la segunda mitad del siglo el marqués de la Ensenada pensaba que las universidades funcionaban de la siguiente manera: “Se hace patente la falta de disciplina académica, los abusos de las matrículas, la liviandad de los libros de texto, el poco amor al estudio de los escolares y el mal funcionamiento del mecanismo universitario... Es preciso reglar las cátedras, reformar las superfluas y establecer, o crear, las necesarias; disminuir la pompa y la colación de los grados; exigir la especialización a cuantos opositaran a las cátedras; acabar con las parcialidades, rivalidades y debilidades en los centros docentes; exigir la emulación escolar y la seriedad científica en los libros de texto; ordenar a los profesores un mayor ahínco en inculcar a los estudiantes el amor a la patria; organizar las investigaciones culturales”.
Lo cierto es que la decadente universidad de finales del siglo XVII y de buena parte del siguiente se plasmaba en la dotación presupuestaria de los diferentes centros y de las distintas cátedras de una misma institución; unos y otras se diferenciaban en pobres y ricas. Además, y principalmente, la universidad española se encontraba volcada en los estudios teológicos, lo que se confirma, por ejemplo, con la Real Cédula de 1771, en la que se podía leer que la Universidad de Santiago “fue erigida principalmente para la enseñanza de la teología y para instruir y proveer de curas a las iglesias del reino de Galicia”. La enseñanza es, consecuentemente, escolástica, metodología que impregna todas las disciplinas. De este escolasticismo se quejaba Pablo de Olavide cuando escribía en relación con este método: “...se han convertido las universidades en establecimientos frívolos e ineptos, pues sólo se han ocupado de cuestiones ridículas, en hipótesis quiméricas y distinciones sutiles, abandonando los sólidos conocimientos de las ciencias prácticas”.
El peligro a la novedad, la escasez de espíritu crítico, la aceptación del criterio de autoridad, la relajación de la disciplina, el absentismo del profesorado, los abusos y corrupciones que se daban en los colegios mayores, los certificados de asistencia amañados −que eran condición necesaria para superar el curso académico−, fueron otras de las muchas rémoras que tuvo que soportar la universidad dieciochesca.
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