Marcelino Menéndez Pelayo (1856-1912) ha sido, y es, una personalidad controvertida en el panorama cultural español. Aunque los trabajos del erudito santanderino son el punto de partida de muchos los estudios que se han realizado después que él los hubiera comenzado, de su obra sólo se destacan algunos párrafos de sus fogosas obras juveniles y sus detractores olvidan su sereno razonamiento en la edad madura; parece como si el polígrafo montañés no hubiera escrito nada después de haber cumplido veinticinco años. Muchas veces se le cita con referencias superficiales, citas de una cita que contiene una cita que, a su vez, es citada por alguien que, probablemente no leyó una sola jota de la abundante bibliografía de este hombre extraordinario.
Todo esto viene a cuento porque Menéndez Pelayo ha sido el paradigma del hombre de letras. Sin embargo, su enorme cultura, sin límites, le hizo fijarse y detener su pensamiento en muchos de los problemas de la cultura española de su tiempo, entre los que se encontraban los que afectaban a la política científica de nuestro país. En 1893 se publicó el que fuera el discurso de ingreso en la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales del académico Acisclo Fernández Vallín; el texto iba precedido por un proemio del bibliófilo de Santander, que a la sazón contaba treinta y siete años, titulado “Esplendor y decadencia de la cultura científica española”. En estas páginas se queja del “desamparo y abandono en que yace la facultad de Ciencias”, a la que considera la auténtica “Cenicienta” de las facultades universitarias españolas. Menéndez Pelayo dice que este centro tiene que ser
“una escuela cerrada de purísima investigación, cuyos umbrales no traspase nadie cuya vocación científica no hubiera sido aquilatada con rigurosísimas pruebas y entrase allí no como huésped de un día, sin afición ni cariño, sino como ciudadano de una república intelectual, a la cual ha de pertenecer de por vida, ganando sus honores en ella no con risibles exámenes de prueba de curso, que en la enseñanza superior son un absurdo atentado a la dignidad del magisterio, sino con la colaboración asidua y directa en los trabajos del laboratorio y de la cátedra, como se practica en todas partes del mundo, sin plazo fijo para ninguna enseñanza, sin imposición de programas, con amplios medios de investigación y con la seguridad de encontrar al fin de la jornada la recompensa de tanto afanes, sin necesidad de escalar una cátedra por el sistema tantas veces aleatorio de la oposición, que desaparecerá por sí mismo cuando el discípulo, día por día, se vaya transformando en maestro, pero que ahora conviene que subsista, porque todavía es el único dique contra la arbitrariedad burocrática.
Cuando tengamos una Facultad de Ciencias (basta con una) constituida de esta suerte, y cuando en el ánimo de grandes y pequeños penetre la noción del respeto con que estas cosas deben ser tratadas, podemos decir que ha sonado la hora de la regeneración científica de España. Y para ello hay que empezar por convencer a los españoles de la sublime utilidad de la ciencia inútil” [las cursivas son del autor].
No hay comentarios:
Publicar un comentario