Entre todas las disciplinas herméticas la alquimia era considerada la más digna, la más noble: el alquimista tenía algún poder muy especial: era capaz de “crear” sustancias a partir de otras; importantes personalidades se sintieron atraídas por los quehaceres alquímicos: Carrillo, arzobispo de Toledo, gastó mucho dinero en quehaceres alquímicos, Felipe II fue un entusiasta de la alquimia y, más tarde, Felipe IV también recurrió a estos saberes.
A pesar de todo la alquimia y los alquimistas siempre tuvieron una mala reputación. En el Sueño del Infierno, de Francisco de Quevedo (1580-1645), podemos leer a Paracelso “quejándose del tiempo que había gastado en la alquimia” y a Hubequer (Joannes J. Weckerus), descrito como “el pordiosero, vestido de los andrajos de cuantos escribieron mentiras y desvergüenzas, hechizos y supersticiones...” Además, Quevedo, personalidad que no se distinguió en modo alguno por el aprecio a sus semejantes, fue extraordinariamente corrosivo con la alquimia y sus practicantes; en el Libro de todas las cosas y otras muchas más podemos leer un fragmento muy gracioso en el que se burla de la profesión y del lenguaje críptico que muchos utilizaban:
“Y si quisieras ser autor de libro de Alquimia, haz lo que han hecho todos, que es fácil, escribiendo jerigonza: "Recibe el rubio y mátale, y resucítale en el negro. ltem, tras el rubio toma a lo de abajo y súbelo, y baja lo de arriba, y júntalos, y tendrás lo de arriba'. Y para que veas si tiene dificultad el hacer la piedra filosofal, advierte que lo primero que has de hacer es tomar el sol, y esto es dificultoso por estar tan lejos."
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